Ética de la Paz
Una de las principales conclusiones de Benedicto XVI en su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2013 versa sobre la necesidad de proponer y promover una pedagogía de la paz. La pedagogía, como se sabe, no es propiamente una metodología, sino una praxis de transformación de la persona y del mundo en que vive. Oportuno es recordar en este punto aquella historieta del viejo indio que estaba hablando con su nieto acerca de la condición humana, y le decía: “Me siento como si tuviera dos lobos peleando en mi corazón. Uno de los dos es un lobo enojado, violento y vengador. El otro está lleno de amor y compasión”. El nieto preguntó: “Abuelo, dime, ¿cuál de los dos ganará la pelea en tu corazón?”. Y el hombre contestó: “Aquel que yo alimente”.
De igual forma, la paz y la violencia son dos realidades opuestas (subjetivas y objetivas) que conviven permanentemente en la vida humana. Es unánime la convicción de que la paz es el mayor bien para la humanidad, pero, al mismo tiempo, la historia prueba que es una utopía cada vez más difícil de lograr. Tal vez estaría más cerca si se tomara en serio las dos condiciones básicas que propone la ética de la paz: rehacer el verdadero concepto de la paz y optar por ser constructores de paz verdadera. Esto es lo que habría que alimentar, promover y realizar si queremos construir una nueva realidad de paz personal y social.
Con respecto a lo primero, la verdad ética de la paz, históricamente alcanzada, puede ser vista desde una serie de afirmaciones que expresan rasgos de polaridad tanto negativa como positiva. A la paz, definida por lo que no es, pertenecen los siguientes enunciados: la paz no consiste en el ejercicio o en el efecto del monopolio del poder por parte de una potencia imperialista; la paz no se reduce a la “tranquilidad del orden”, cuando ese orden se logra a costa de la justicia; la paz plena y auténtica no puede ser un efecto del militarismo, de la economía de las armas, de las alianzas defensivas, de la política de bloques. En contraste, la paz tiene una significación positiva cuando se construye con los valores básicos de la libertad social y de la justicia socio-económica; cuando integra los derechos humanos, los cuales se concretan históricamente en la democracia real y en la justicia económica.
Ahora bien, el sujeto propio de la ética de la paz debe ser, ante todo, la sociedad civil. De ahí la necesidad de organizar programas de educación para la paz, de sensibilizar la opinión pública hacia ese bien común, de transformar el corazón humano (“de piedra”) creando la alternativa de un corazón compasivo (“de carne”). El deber de educar para la paz estaba ya expresamente mencionado en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, cuyo artículo 26 dice: “La educación (…) favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz”.
Los constructores y las constructoras de la paz, pues, no surgen por casualidad; sobre todo, si la paz se entiende como fruto de la verdad, la justicia, la libertad y el amor. El mensaje pontificio sostiene, en ese sentido, que es necesario enseñar a los hombres y mujeres a amarse y educarse en la paz, y a vivir con benevolencia, más que con simple tolerancia. Esto implica el cultivo de ciertas actitudes básicas. Enunciemos y expliquemos al menos tres de ellas: acción, compasión y justicia.
Acción responsable, porque la lucha por la paz debe ser un quehacer permanente frente a la violencia de las guerras, la inseguridad ciudadana, la violencia en las escuelas, el crimen organizado, la violencia de género, la violencia estructural (que mata por empobrecimiento), la violencia cultural (que niega existencia e identidad) y la violencia de la exclusión social (los excluidos no son solamente explotados, sino “sobrantes” y “desechables”: eso representan en el mundo globalizado los millones de desempleados o subempleados, los mil millones que viven con menos de un dólar diario, los más de 900 millones que padecen hambre). Los documentos de Medellín plantearon con toda claridad esta actitud activa que supone el trabajo por la paz: “La paz no es pasividad ni conformismo. No es, tampoco, algo que se adquiera de una vez por todas; es el resultado de un continuo esfuerzo de adaptación a las nuevas circunstancias, a las exigencias y desafíos de una historia cambiante (…) Una paz auténtica implica lucha, capacidad de inventiva, conquista permanente”.
La ética de la paz conlleva también la compasión solidaria. Para el Dalái Lama, líder espiritual de los tibetanos, la clave para vivir en un mundo más feliz y sin conflictos es tener más compasión “los unos con los otros”. Y la define como un estado mental libre de agresividad y de intenciones violentas. Es una actitud que desea liberar a los otros de sus sufrimientos, con compromiso, responsabilidad y respeto. Y desde la inspiración cristiana, la compasión es el amor práctico que surge ante el sufrimiento ajeno injustamente infligido para erradicarlo, por ninguna otra razón más que la existencia misma de ese sufrimiento.
Finalmente, un rasgo propio de la ética cristiana de la paz es la justicia. Medellín, por ejemplo, afirma que la paz es ante todo obra de la justicia y, por tanto, supone y exige la instauración de un orden justo en el que los seres humanos puedan desarrollar su potencial, donde su dignidad sea respetada, sus legítimas aspiraciones satisfechas, su acceso a la verdad reconocido y su libertad personal garantizada.
Que la paz sea posible no significa que sea fácil. Pero cuando la sociedad civil presta atención a los valores y acciones que nos llevan a poner el bien común por encima del interés particular, a fortalecer la calidad de vida social y ecológica, a cultivar la dimensión espiritual que nos humaniza, entonces estamos construyendo la paz con raíces profundas. El compromiso ético de la ciudadanía con la paz es, por tanto, una condición indispensable para que la paz verdadera sea posible.