Estética, dolor y reparación

Como el 22 de septiembre lanzaban el libro La masacre de El Salado, estudiantes y profesor nos fuimos para el Museo Nacional, donde era la ceremonia.


Unos de los testimonios de las víctimas invitadas al acto versaron sobre la infinidad de preguntas de las cuales han sido objeto para que rememoren y hagan público el horror por las torturas vividas. Otros se refirieron al incumplimiento para repararlas y ofrecerles la seguridad democrática que las sacaría del destierro. Perturba que mientras ellas aportan el dolor, investigadores y analistas le dan estéticas particulares, como la de las espirales narrativas que hicieron en el libro con mutilaciones y torturas, valiéndose además de frases indescifrables, como la de “una memoria interpretativa que se vuelve relacional” (pág. 157).

En el ritual del lanzamiento apareció la misma escopetarra de la exposición titulada Destierro y reparación que estuvo en el Museo de Antioquia entre agosto y octubre de 2008. Oímos el himno de El Salado que el escopetarrista compuso, mas nada de El mochuelo de Adolfo Pacheco, vallenato emblemático de esa región, según se lee en artículo que Alfredo Molano publicó en El Espectador el 20 de septiembre. Por su parte, las lápidas conmemorativas del Monumento a las Víctimas se integran a una cruz de líneas limpias. Lo erigieron entre dos entidades internacionales, ocho colombianas y un sacerdote católico, pero parece que ninguno de sus agentes estuvo en un velorio, porque excluyeron la arquitectura mortuoria popular del Caribe, que se parece a la del Pacífico y a la del norte del Cauca por la fastuosidad de sus altares fúnebres escalonados. Consisten en velos que penden del techo, llenos de moños de tela negra y morada, flores de múltiples colores, imágenes de santos, santas, vírgenes, sagrados corazones, vasos con agua de varias albahacas, decenas de velas, y noches de rezo y canto. Todos esos jeroglíficos del espíritu perpetúan memorias que portaban los cautivos africanos, enriquecidas en América por el horror de ese destierro que no tiene fin y contra el cual los cimarrones resistieron desde 1540. Pese a que decenas de palenques de gente negra se extendieron por los Montes de María, la publicación no los destaca.

En tercer lugar, nos preguntamos por lo que perdieron las víctimas. En el libro figuran ganados que la guerrilla robó y cotidianidades campesinas deshechas, pero no hay inventarios de predios abandonados. Ese dato parecería fundamental teniendo en cuenta que, como lo aclara el escrito de Molano, el conflicto por la tierra comenzó en los últimos decenios del siglo XVIII, hasta desembocar en la fortaleza que hoy tienen ganaderos y palmicultores, cuyos latifundios absorbieron sabanas y playones donde los campesinos cultivaban alimentos y capturaban tortugas y peces. Debido a la creatividad de estos pequeños productores, Orlando Fals Borda los llamó anfibios. Maneras de producir alimentos como las que idearon ellos deberían ser prioritarias para programas como Agro Ingreso Seguro. Sin embargo, ya sabemos que más bien la facción contraria es la beneficiaria de esa y otras políticas estatales. De ahí que la ceremonia que nos convocó y el libro que leímos, evidencien que dentro del orden político que impera, quizás sea posible aportarle a la verdad, pero no a la justicia ni a la reparación.

*Grupo de Estudios Afrocolombianos

Universidad Nacional