En Colombia los derechos de los niños, niñas y adolescentes tienen carácter prevalente y es un deber del Estado y de sus gobernantes RESPETARLOS, GARANTIZARLOS Y PROTEGERLOS
Bogotá, noviembre de 2019
Los derechos de los niños, niñas y adolescentes –NNA– son prevalentes y se rigen por el principio del interés superior del niño, tal como ha sido consagrado en la Constitución política de Colombia (1991), en consonancia con la Declaración de Ginebra (1924), la Declaración de los derechos del Niño (1959) y la Convención de los Derechos del Niño (1989) –CDN–, tratado internacional que impone obligaciones de respeto, garantía y protección a los Estados que la han ratificado. De los 194 países que hacen parte de la Organización de Naciones Unidas solamente dos no lo han hecho (Estados Unidos y Somalia). Estos instrumentos de derechos humanos de los niños y niñas son mecanismos complementarios a los demás instrumentos generales de protección de los derechos reconocidos a todas las personas independientemente de la edad.
Colombia adoptó la CDN a través de la Ley 12 de 1991 incorporándola a la normatividad interna formando parte del bloque de constitucionalidad, y en el artículo 44 de la Carta Política consagra tales derechos y su carácter prevalente, desarrollados mediante la Ley 1098 de 2006 –Ley de Infancia y Adolescencia–, lo que al menos, en teoría, implicó un cambio de doctrina que da lugar a que las personas menores de 18 años sean consideradas como sujetos de derechos de especial protección. Esto fue una nueva manera de entender el lugar de los niños y niñas en Colombia, pero sobre todo, estableció principios que son imperativos éticos, políticos y jurídicos de carácter universal, como lo son el “Interés Superior del Niño”, la garantía efectiva de los derechos, la no discriminación, la protección integral y cuidado especial. Estos principios convierten los intereses y derechos de los niños y niñas en un asunto público que además de ser garantizados deben ser protegidos de los abusos, de la indiferencia estatal y social, y de las violencias en el ámbito de lo privado.
La materialización del principio del Interés superior del niño se concreta en la garantía y satisfacción de los derechos de este grupo poblacional, y son estos derechos e intereses de los niños y niñas los que deben ser la consideración primordial para la toma de decisiones que afecten otros derechos e incluso el interés colectivo. . En todos los casos que implique un ejercicio de ponderación de derechos, los derechos de los niños y niñas deben prevalecer y por ende priorizarse su garantía efectiva. Este principio denota obligaciones especialmente para las autoridades que son las garantes de los derechos, aunque también para la sociedad y la familia (principio de corresponsabilidad). Cuando el Estado incumple estas obligaciones y vulnera los derechos de los niños y niñas por acción y omisión, se está ante lo que se denomina crimen de estado o crimen de guerra, según sea el contexto en que se presente la vulneración de derechos, lo que reviste mayor gravedad si se tiene en cuenta que los niños y niñas son sujetos de especial protección por parte del Estado.
A la luz de la comprensión de estos estándares normativos de los derechos humanos de los niños y niñas habría que decir que Colombia tiene una gran deuda y responsabilidad con los NNAJ que han sido y siguen siendo víctimas de graves violaciones a los derechos humanos, a sus derechos especiales, y de graves infracciones al Derecho Internacional Humanitario –DIH–.
Esto quedó una vez más en evidencia, el pasado 5 de noviembre cuando en el marco de la audiencia de moción de censura al entonces ministro de defensa Guillermo Botero, se denunció públicamente que en el bombardeo indiscriminado realizado a finales del mes de agosto en zona rural del municipio de San Vicente del Caguán, Caquetá, dirigido contra un campamento de disidentes de las Farc-ep, se encontraban niños y niñas entre los 12 y 17 años de edad, entre ellos Ángela Gaitán de 12 años; Sandra Vargas y Diana Medina de 16 años; José Rojas de 15 años; Jhon Pinzón, Wilmer Castro y Abimiller Morales de 17 años, quienes habían sido reclutados forzadamente por este grupo criminal, y de lo cual las autoridades tenían pleno conocimiento, ya que el personero de Puerto Rico, Caquetá, en reiteradas ocasiones lo había denunciado y puesto en conocimiento de las autoridades competentes y del propio Ejército. Pero que además, lo sucedido con los menores en esta operación no solo se ocultó por más de dos meses, sino que se mostró al país como una acción totalmente exitosa, cuando en realidad, lo que se hizo fue revictimizar a los menores.
Según un comunicado del 6 de noviembre emitido por la Fiscalía “se habían identificado 15 cuerpos (8 menores de edad y 7 adultos)”[1], Cabe señalar que la Fiscalía sólo se pronunció después de esta grave denuncia, pues también guardó un silencio cómplice. De igual forma, el día 11 de noviembre, Noticias Uno reveló que fueron más de 8 niños, pues al llegar a la zona con un equipo de trabajo, pobladores y familiares contaron que fueron 18 los niños que estaban en el campamento, además de que “los pobladores apuntan a que tres menores de edad salieron vivos y heridos del lugar de los hechos, pero que el Ejército los persiguió con perros y drones y los mató en unos potreros, sabiendo que estaban heridos, eran niños y estaban desarmados.”[2]
Si bien es cierto, que es obligación del Estado representado en sus gobernantes y autoridades, preservar la seguridad y defensa, también lo es que sus actuaciones, están limitadas por los derechos de los que son titulares todas las personas y especialmente cuando se trata de sectores poblacionales de especial protección constitucional. Es claro que una operación militar, cualquiera que ella sea, debe ser preparada, planificada y ejecutada atendiendo a manuales y protocolos de obligatorio cumplimiento y con aplicación estricta de estándares internacionales de DIDH y DIH, con previa información de investigación e inteligencia militar. Es así como en la jurisprudencia internacional de la Corte Interamericana de Derechos Humanos se han fijado criterios para determinar la legalidad del uso de la fuerza letal por parte de un Estado, entre ellos: excepcionalidad, restrictividad, proporcionalidad, necesidad y humanidad[3].
El deber y observancia de estos procedimiento lo constatan también las mismas declaraciones contradictorias del Comandante de las Fuerzas Militares –General Luis Fernando Navarro–, y del exministro Botero, quien señaló que todas las operaciones tienen antes un proceso militar de toma de decisiones con un trabajo de inteligencia e investigación, que para esta operación “estuvo soportado en una investigación de las fiscalías 114 y 135 especializadas de la dirección contra las organizaciones criminales”[4] y que “Las operaciones militares siempre se desarrollan de acuerdo a estándares internacionales, cuando esta operación se hace, no se conocía de la presencia de menores”[5]. Por su parte, Navarro aseguró que “no se tenía conocimiento de menores de edad en el área de influencia del blanco lícito…”[6]. Con estas afirmaciones pretenden evadir las responsabilidades que les caben por estos hechos; pero las mismas quedan totalmente devaluadas con las denuncias del personero municipal de Puerto Rico, Caquetá, quien aseguró que el gobierno sí sabía, pues los jóvenes “habían sido reclutados en julio de este año y él mismo lo había denunciado tanto a la Fiscalía como a organizaciones de derechos humanos”[7].
Este bombardeo indiscriminado en donde son asesinados niños y niñas, desconociendo y violando flagrantemente sus derechos, el DIDH, el DIH, las obligaciones de protección integral y el principio del interés superior del niño, es tan grave como el mismo reclutamiento forzado perpetrado por un grupo armado criminal, en el que también le cabe responsabilidad al Estado Colombiano por faltar al deber de prevenir, atender y proteger integralmente a estos niños y niñas víctimas. Aquí habría que preguntarse sobre cuáles son las acciones eficaces que realiza el Estado a través de sus instituciones para prevenir el reclutamiento forzado de niños y niñas; qué medidas se han adoptado y cuál ha sido su eficacia y efectividad para proteger a la niñez de esta práctica criminal que va en aumento en varias regiones del país, incluyendo la capital de la república, lo que ha sido denunciado y alertado por los mismos organismos estatales como la Defensoría del Pueblo[8]. Y en este caso concreto, ¿cuáles fueron las acciones por parte de las autoridades competentes que una vez tuvieron conocimiento de los hechos de reclutamiento denunciados por el personero municipal, para retornar y restablecer los derechos de estas niñas y niños? La respuesta es muy simple: ninguna. Porque de nada sirve con redactar protocolos y rutas que no se cumplen y en muchos casos ni siquiera son conocidas y apropiadas por los funcionarios que deberían implementarlas.
Como tampoco se ha hecho nada respecto a otras graves violaciones de derechos que se han perpetrado contra la niñez en Colombia y que se repiten amparadas en la más infame impunidad, la connivencia por acción y omisión del Estado, y la indiferencia social.
Algunas datos que ilustran esta tragedia invisibilizada y ocultada son los más de 2 millones de niños y niñas víctimas del conflicto armado, que corresponde al 25,6% del total de personas víctimas del conflicto en Colombia: cerca del 94% de la población desplazada son personas entre los 0 y 17 años, más de 7 mil menores de 18 años vinculados al conflicto armado, según medicina legal, en promedio cada día 63 niñas y niños son violentados sexualmente[9], y muchas de estas víctimas también son asesinadas. Aquí recordamos con dolor e indignación a los hermanitos Torres Jaimes (14, 9 y 6 años), Juliana Zamboni (11 años), Génesis Rúa (9 años), Angie Lorena (12 años), Diana Tatiana (11 años), Karen Bernal (niña indígena Awá, 12 años), Lorena Ibarra (14 años), casos emblemáticos que representan apenas una pequeña muestra del horror que sufren los NNAJ en Colombia.
Durante el primer semestre de 2019, 344 niños y niñas fueron asesinado/as [10], algunos de ellos por agentes del Estado como el caso del adolescente de 16 años Rafael Caro, quien luego de ser humillado y agredido física y verbalmente, fue asesinado vilmente por miembros del Ejército Nacional adscritos la guarnición militar de la Lizama en Santander, cuando el adolescente quiso ingresar a la base militar en estado de indignación y alteración por los maltratos y provocaciones recibidas de los militares. Y cómo no mencionar a los más de 4770 niños indígenas wayuu muertos por desnutrición o causas asociadas a ésta, lo que hizo que la Corte Constitucional declarara el estado de cosas inconstitucional en la Guajira (Sentencia T-302 de 2018). Sin embargo, la muerte de los niños y niñas wayuu sigue aumentando. Y a Brayan (12 años), el hijo de la líder social asesinada, María del Pilar Hurtado, quien como muchos niños y niñas han tenido que presenciar la muerte violenta u otros hechos de violencia contra sus seres queridos.
A este panorama de violaciones de derechos contra los niños y niñas en Colombia se suma otra grave violación que es la Impunidad, la que alcanza un 97%[11]. Según información de la Fiscalía entre 2014 y 2019, solo el 3,4% de los casos de agresiones y violaciones de derechos de los niños han tenido condena. Esta negación de justicia y de derechos ha permitido que en Colombia la agresión que viven los niños y niñas se repita y perpetúe, dejando en letra muerta la Constitución, la ley y los tratados internacionales de derechos humanos, entre ellos la Convención de los Derechos de los niños y niñas que el próximo 20 de noviembre cumple 30 años de su promulgación, y 28 años de ser ratificada, incumplida y mancillada por el Estado Colombiano y sus gobernantes de turno.
Esta reflexión que tiene como intención darle respuesta a quien hoy siendo cabeza de Estado y Jefe Supremo de las Fuerzas Militares, sin asomo de vergüenza, ni dignidad alguna, y con la ineptitud que lo ha caracterizado lo único que ha tenido para decir frente a esta ignominia contra las niñas y niños en Colombia, es: ¿De qué me hablas, viejo?[12]. Y el corolario no puede ser otro que el de levantar la voz con dolor, rabia e indignación para exigir verdad, justicia reparación y garantías de no repetición para los crímenes de Estado que por su acción y omisión se cometen contra la niñez en Colombia. No basta con la renuncia de un ministro que será reemplazado por otro igual o quizás más inepto para que todo siga igual o peor. La pregunta es cuándo habrá un cambio de política y de doctrina militar para que los NNAJ no sigan siendo la carne de cañón de grandes, espurios e inconfesables intereses.
La violación de los derechos humanos de los NNAJ es una afrenta contra la humanidad que no admite ninguna justificación, ni mucho menos olvido.
Imagen: Canal Uno.