El triste café colombiano
Y al decir que la respuesta del gobierno ante la crisis de la caficultura es “acribillarnos en una lucha desigual”, arguye que están cansados de trabajar como bueyes.
El cafetero, del cual el video no revela el nombre (http://www.youtube.com/watch?v=jJ2XVZw0CLU), advierte que tienen que protestar en el multitudinario para cafetero contra un “gobierno oligarca, un gobierno atarbán” que aprovecha “nuestra debilidad porque no tenemos armas en la mano”. Y luego llora al recordar que los cafeteros le han dado riqueza al país durante ochenta años y se indigna con la represión que ha emprendido el gobierno de Santos contra los cerca de cien mil manifestantes que en once departamentos han salido a demostrar su descontento por las miserias del gremio.
La historia republicana de Colombia está ligada al cultivo de café, lo mismo que la de su industria, la de su agricultura. Los trabajos y los días del café fundaron pueblos, crearon imaginarios y paisajes, forjaron ciertas arquitecturas (como las de las haciendas cafeteras) y fueron el modo de vida de millones de personas en las zonas dedicadas a las faenas del cultivo del grano.
Y después de algunos tiempos (viejos tiempos) de alegrías cafeteras, hoy el panorama de los caficultores es de hambre y desolación, de desempleo y desesperanza. Y, claro, de rabia e inconformismo con las políticas oficiales que los han vuelto miserables. Trabajan a pérdida. Siguiendo las consignas neoliberales del Consenso de Washington, el gobierno privilegió las “locomotoras” mineras y energéticas, a las que se les destina más del cuarenta y dos por ciento de los presupuestos públicos y privados, al tiempo que la agricultura obtiene un dos por ciento.
Asimismo, la revaluación, tal como lo han señalado estudiosos del tema, les quita a los caficultores el cuarenta por ciento del precio de venta del café en dólares. Y como si esto fuera poco, la misma revaluación afecta la industria y el agro nacionales. Los caficultores, en ruina, decidieron no soportar más los desafueros y desde el 25 de febrero están en paro cívico por los bajos precios del grano, y para exigir una restructuración de la Federación Nacional de Cafeteros y del Fondo Nacional del Café.
El sufrimiento es el factor común en las 560 mil familias cafeteras colombianas, en las que además no hay grandes terratenientes ni magnates. El noventa y cinco por ciento de los cafetales es de menos de cinco hectáreas, y el ochenta y ocho por ciento, menor de dos hectáreas. Los caficultores, hoy, venden la carga de café a 530 mil pesos cuando los costos de la misma superan los 650 mil pesos. Mejor dicho, de nada les vale trabajar como bueyes, porque muchos factores y variables de la producción están en su contra.
Las cosechas han caído, y desde los tiempos de la ruptura del Pacto del Café, en 1989, la caficultura colombiana se ha venido a pique. A lo que hay que agregar los efectos de los tratados de libre comercio y que, mientras en Colombia se retrocede en el cultivo, Brasil y Vietnam, por ejemplo, avanzan. Las justas peticiones de los caficultores son elementales (sobre deudas, insumos, créditos, control a importaciones y alza remunerativa del precio interno), pero la posición del presidente y su ministro de Agricultura, de implacable arrogancia, no abre caminos a una solución del problema.
Más bien, ante la protesta de campesinos, indígenas, empresarios, el gobierno ha contestado con represión. La crisis cafetera hay que inscribirla en una crisis nacional del empleo, de la desindustrialización del país, de abrirles las puertas a las transnacionales a la vez que se desestimula la producción nacional. Los caficultores son gentes que han aportado a la economía y a la cultura, de unos 600 municipios colombianos. Pero la ineptitud del Estado los tiene en la física olla.
El cafetero del principio, el que hoy está sorbiendo el café más amargo de su existencia, afirma que así, con tantas miserias, no pueden vivir en el campo y entonces tendrán que irse a los pueblos a construir tugurios. ¿Qué dicen señores Santos y Restrepo?
http://www.elespectador.com/opinion/columna-408236-el-triste-cafe-colombiano