El trabajo y el futuro (I)



Es una injusticia antigua: cuando llega la valoración de las obras hace siglos el hacedor se ha convertido en polvo. En ciertos oficios privilegiados, algunos logran acariciar fortuna y fama, respeto y reconocimiento. Pero también allí suele haber injusticia. ¡Qué poco disfrutó Shakespeare la gloria que después los siglos le han tributado! ¡Qué desdichada existencia la de Vincent van Gogh, que cambiaba sus telas por verduras en las tiendas del vecindario, y a quien el precio actual de una sola de sus obras habría permitido vivir como rico la vida entera! Ahora las obras de ese hombre que no tenía con qué pagar sus necesidades del día, son el símbolo de las tarjetas de crédito más poderosas de Europa. Ahora aparece en los billetes el rostro de José Asunción Silva, quien se suicidó por deudas. Y los grandes teatros aplauden fastuosos conciertos de Mozart, quien fue arrojado a la fosa común.

Esos artistas tuvieron al menos la recompensa de haber amado lo que hacían, de disfrutar el proceso de creación de sus obras. Hölderlin decía a sus musas que le dieran sólo un verano más, y un otoño para pulir sus cantos; que ese jugo le resultaba suficiente, y que si podía por breve tiempo vivir como un dios, como un creador, bajaría feliz al reino de las sombras.

Sí: todo artista es afortunado por poder hacer en la vida lo que quería, y sólo el que sabe hacerlo con la certeza de una vocación verdadera, logra obras que la humanidad no quiere olvidar. Tal vez sólo eso es el tributo que las generaciones les brindan: apenas un reflejo de la plenitud que alcanzaron en su creación; y por eso tal vez no hay artista sin recompensa, ni siquiera el desdichado Van Gogh, ni el ebrio Edgar Poe, ni el salteador de caminos François Villon, siempre con un pie en el patíbulo.

¿No deberían todos los trabajadores tener una recompensa semejante? Creo que sí: la recompensa de pasar por el mundo haciendo lo que aman hacer, aquello por lo que se sienten justificados y plenos. Si todos tenemos que morir, es justo que tengamos la posibilidad de vivir la vida que queremos, no la que nos imponen las circunstancias, a la que nos obliga un orden social donde hay pocos que valen y muchedumbres que deben resignarse a lo ínfimo.

Ese sería, para mí, el pensamiento más revolucionario: no que todos tengan el poder sobre el mundo, como se pretendía antes, sino que cada quien tenga un mínimo poder sobre sí mismo: escoger su oficio y su pasión, dedicar su vida a una tarea provechosa para otros, pero satisfactoria para sí mismo. Sólo ese momento podrá conciliar el trabajo con la justicia, el trabajo con el respeto, el trabajo con el conocimiento, el trabajo con el talento, el trabajo con la salud, el trabajo con el arte y el trabajo con la felicidad.

Ello exige admitir que todo trabajo puede alcanzar la condición del arte. Yo no creo en la tesis de que las artes son sólo siete o nueve o diez. Sin duda son artes la poesía, la danza, el teatro, la pintura, la escultura, la arquitectura, la música. Y también la fotografía y el cine. Pero, ¿por qué no pueden ser arte el diseño y la gastronomía, la decoración y la indumentaria, el curar y el enseñar? ¿Por qué no pueden ser artes el pensamiento y la elocuencia, la elaboración de muebles y de instrumentos, así como los chinos piensan que la caligrafía es un arte asimilable a la danza, que la política es un arte equiparable a la música?

¿Por qué no ha de ser un arte la política? ¿Por qué no pensar que la búsqueda de armonía, de convivencia, de sentido de la belleza y de felicidad colectiva puede hacer de la política algo afín a la poesía? ¿No fue en ese sentido que Kant afirmó que la más importante de las artes es la conversación?

Llenar la vida cotidiana de sentido, de sensibilidad, de belleza y de refinamiento: eso es el arte, y no tiene nada que ver con el lujo ni con la ostentación, sino más bien con la transformación de la vida en algo significativo, donde cumplan su función las costumbres y las innovaciones, los relatos y los rituales, la belleza y el equilibrio, el conocimiento y el mito.

Para contrariar esta época, cuando el trabajo es sólo una fuerza sometida al lucro, convendría considerar como productiva toda labor que obre un beneficio social. Es un error creer que sólo hay trabajo digno de remuneración cuando alguien participa en la fabricación de mercancías. Vivimos en la era mundial de las mercancías, y todo se convierte en mercancía, como lo anunciaron los profetas del siglo XIX. No sólo los bienes de consumo, también la educación, la salud, la recreación, el sexo, la guerra, la religión, el descanso, el contacto entre los seres humanos, el conocimiento, la información, todo se vuelve mercancía: el mundo se convierte en un inmenso supermercado donde hasta los sacerdotes tienen que correr a celebrar sus oficios en las escaleras de los centros comerciales, para que ni siquiera la fe detenga las maquinarias incansables de la producción y la acumulación.

La industria, asistida por la ciencia y la técnica, transforma incesantemente el mundo, el trabajo es el instrumento de esa desvelada transformación, el ser humano sólo puede decir de sí mismo lo que decía la serpiente de Valéry: “Yo soy aquel que modifica”.

(Leído en el III Seminario de Protección Social ‘Trabajo y ciudadanía’).

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