El proceso penal contra empresarios palmicultores aliados con paramilitares. El Chocó que desconocemos

En sus épocas de reportero, Gabriel García Márquez conmovió a los lectores de El Espectador con la serie “El Chocó que nadie conoce”. Ahora se reescribe la historia de un departamento, además de olvidado, invadido y despojado por los violentos.


Veinte mil hectáreas de tierras ancestrales de las comunidades negras fueron intervenidas por los palmicultores con apoyo paramilitar.

Hubiera sido curioso que el país viera esta semana en la televisión a empresarios de palma y ganaderos —uno detrás de otro, con la cabeza gacha— entrando a la Fiscalía a rendir indagatoria por los delitos de “desplazamiento forzado en concurso homogéneo y sucesivo y heterogéneo con concierto para delinquir agravado e invasión de áreas de especial importancia ecológica”.

Se hace con delincuentes comunes, guerrilleros y paramilitares, como todos hemos visto en los noticieros. La justicia así hubiera quedado más parada. Porque lo que se ha hecho en los territorios de los consejos comunitarios de Curbaradó (con b, según el Instituto Agustín Codazzi) y Jiguamiandó ha sido una práctica corriente en el país y que contaba con la complicidad de las autoridades competentes. No de otra manera se explica que a sabiendas de ser un territorio colectivo donde no se podía ni vender ni comprar tierra, los empresarios hayan adquirido más de 20.000 hectáreas en zona de mil aguas, apoyados por los paramilitares del Élmer Cárdenas que, asesinando a 120 campesinos, obligaron a huir a más de dos mil.

La Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, la Diócesis de Quibdó, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA y la Defensoría del Pueblo vienen denunciando reiterativamente la invasión del territorio y el despojo de tierras. Los empresarios alegan que lo han hecho de buena fe: la gente se les acerca a vender su predio y ellos lo compran. Desconocen con cinismo la ley porque están acostumbrados a la impunidad. Saben que una vez sindiquen al que se oponga a sus negocios de ser de la guerrilla, esa persona queda en manos de los paramilitares.

Por ejemplo, don Daniel Merlano, un gran empresario palmero, dice que las ONG que están en el área “interlocutan con las Farc” y que presionaron la elección de Ligia Chaverra como representante legal del Consejo Comunitario de Curbaradó (El Espectador, 29 de enero de 2008). Hace 10 días, la Corte Constitucional solicitó al Ministerio del Interior y al de Defensa “brindar las medidas de protección necesarias a los miembros y líderes de estas comunidades, especialmente en el caso del señor Enrique Petro y la señora María Ligia Chaverra”.

El drama del Bajo Atrato

Los empresarios palmeros no llegan al Bajo Atrato a llevar la luz y el progreso. Saben a qué van, cuánto van a ganar y quién los va a proteger; han investigado minuciosamente los suelos, las aguas; tienen toda la información sobre orden público. Conocen perfectamente que las tierras del Bajo Atrato y, sobre todo, aquellas que hacen parte de un gran humedal formado por los ríos Atrato y Murindó, son excepcionalmente fértiles para cultivar la palma de aceite. Lo saben tanto como que las feraces tierras del río Cacarica se valorizan hoy a toda carrera con el trazo de la Autopista de las Américas que tanto han querido los bananeros del Urabá, socios de los palmeros de autos en la construcción de una refinadora de aceite en la que invirtieron $30.000 millones y que, digo yo, no tardará en ser inaugurada por el propio presidente Uribe, antes de irse. Porque en el Bajo Atrato todo está enlazado y hasta el mismísimo Alemán, Freddy Rendón, comandante del Élmer Cárdenas —a quien la Corte Suprema en su sabiduría ha negado la extradición—, es uno de los inversionistas de palma en el Bajo Atrato.

Yo conocí la región y navegué por sus aguas desde el 87. La violencia se sentía llegar poco a poco como va llegando el tarugo o buchón desde las ciénagas a los ríos. La Unión Patriótica era masacrada en el Eje Bananero; la guerrilla y los paramilitares, buscándose, ampliaban su teatro de guerra. Las grandes empresas madereras saqueaban las cuencas del Salaquí, de la Honda; arrinconaban a campesinos e indígenas. De golpe, el gran estallido: el general Rito Alejo del Río bombardea el Cacarica, los paramilitares se acuartelan en las instalaciones del Parque Nacional Katíos —Patrimonio de la Humanidad—, montan retenes donde hay aserríos de madera, donde hay Policía, donde hay intereses empresariales.

Controlan todo el Bajo Atrato. La gente huye. Los negros —y los llamo así por el cariño que les tengo, como se llama negra a una mujer bonita— tienen un ancestral y justificado pavor a las armas de fuego. Los operativos ‘paras’ eran breves: un par de campesinos desmembrados en la boca de un río y venga esa tierra para el patrón. Más tarde y más arriba, en Bojayá, la guerrilla bombardea a los ‘paracos’ en la iglesia y mata más de un centenar de fieles refugiados en ella. La guerra es a muerte. A su sombra se va desterrando a los indios, a los negros y a los ‘chilapos’, campesinos también huyentes que corrían del Urabá chocano —tierras de los Castaño y de los Bula— o del Sinú y del Bajo Cauca —tierras de Mancuso y de Macaco—.

Quien denunciaba las atrocidades era calificado como guerrillero. No hace mucho una extraña web, La Diáspora del Atrato, tildaba de criminales a Javier Giraldo S. J. e Iván Cepeda por el hecho escueto de haber dicho lo que hoy la Fiscalía acepta como fundamento de la judicialización a empresarios y paramilitares. La práctica de la invasión de predios públicos o colectivos en algunos de los acusados no es nueva: una gran tajada del Parque Tayrona —Gairaca, Neguanje, Cinto y Guachaquita—, según la Oficina de Registros, es de una firma cuyos socios deberán responder ante la Fiscalía por el caso de Curbaradó. La adulteración de documentos públicos es así mismo una práctica, digamos, natural: Lino Díaz, ahogado en el Jiguamiandó en 1995, aparece firmando la venta de un predio de 5.890 hectáreas en el año 2000, aunque contaba con un título individual de tan sólo 50 hectáreas.

Obsérvese que la Ley 70, que creó los territorios comunales ancestrales de las comunidades negras, fue promulgada en 1993, y en el 2000, el Incora adjudicó a las comunidades negras de Curbaradó y Jiguamiandó los terrenos baldíos que los empresarios y ganaderos invadieron. Los territorios comunales son manejados por juntas que representan a los consejos, elegidas por votación popular de los miembros de las comunidades locales. La primera junta en Curbaradó, elegida en 2003, recibió el respaldo del Ministerio del Interior, de ONG nacionales e internacionales y de la bancada del Partido Demócrata en el Congreso de EE.UU.

Para ese entonces los palmeros ya habían invertido unos $65.000 millones en sembrar palma con licencias de Codechocó que modificaban las condiciones ambientales naturales de la zona con carreteras, canales de drenaje y el arrasamiento de la selva. No cedían. Los “inversores”, como se llaman a sí mismos, urgían de garantías de seguridad y en su auxilio llegó en 2001 la Brigada XVII del Ejército Nacional para patrullar la zona y cuidar los cultivos apoyada en grupos de civiles armados, al tiempo que la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada daba numerosas licencias para defender los negocios privados.

El Consejo era un estorbo que había que liquidar, sobre todo porque el representante legal no daba el brazo a torcer y era sordo a los cantos de sirena de los empresarios. La defensora comunitaria del pueblo, que actuaba en defensa de los derechos de la población, fue retirada de la zona para evitar correr la misma suerte de Walberto Hoyos y Orlando Valencia, miembros del Consejo Comunitario de Curbaradó, asesinados un año antes por los paramilitares acuartelados en el retén de Brisas y con centros de operaciones en Belén de Bajirá y en la vía que de este poblado conduce al municipio de Riosucio.

En septiembre del año pasado fue nombrada una nueva junta en Curbaradó por sólo cuatro consejos locales —Bocas de Curbaradó, Brisas, Cetino y La Iguana— de los 23 existentes. Para la elección, animada con ‘biche’ y Old Parr, llegaron cientos de personas en pangas desde Turbo, Unguía, Apartadó, Chigorodó y Quibdó a votar. Fue elegido don Germán Marmolejo. Pacho Santos saludó la elección y el Ministerio del Interior se abalanzó a reconocer la nueva junta, aterrizando en persona para celebrarla y, sin duda, instruirla sobre la próxima elección presidencial.

La mayoría de los consejos locales, es decir 20, no aceptaron la trapisonda y rechazaron a viva voz, en presencia del Ministro, la junta legalizada, pero ilegítima: tal fue el grado de rechazo y la fuerza de los argumentos, que el Ministro llegó a tambalear durante el evento. A pesar de esto, el Ministerio se ratificó en su decisión. En respuesta, 12 comunidades convocaron a una nueva Asamblea el pasado 25 de abril, en la cual eligieron una nueva junta, que no fue reconocida por el Alcalde de Carmen del Darién, donde debía ser inscrita.

La suerte no favoreció a Marmolejo ni a los palmeros y ganaderos de la zona. En auto del 18 de mayo pasado, la Corte Constitucional desconoce la junta de Marmolejo por considerar irregular su elección, haber sido impugnada por sectores de la comunidad y por cuanto 12 consejos comunitarios locales eligieron un nuevo consejo comunitario, que a la fecha no ha sido tampoco reconocido.

El rol de la Corte y la Fiscalía

La Corte reitera con énfasis el incumplimiento por parte del Gobierno nacional en la protección y restitución efectivas de las tierras colectivas que fueron invadidas, pero la parte resolutoria es aún más contundente en cuanto a las pretensiones, no sólo de palmeros y ganaderos, sino de las compañías mineras, y ordena “congelar, a partir del presente Auto, todas las transacciones relativas al uso, posesión, tenencia, propiedad o explotación agroindustrial o minera de predios amparados por el título colectivo de las cuencas de los ríos Curbaradó y Jiguamiandó, e impedir que se realicen transacciones sobre estos territorios que puedan hacer nugatoria su restitución efectiva”.

Los términos del Auto de la Corte, el análisis que hace de las sistemáticas evasivas, dilaciones, maniobras y desconocimientos de las normas —Ley 70, Sentencia T 025 de la Corte Constitucional— y, por supuesto, las amenazas y asesinatos de que han sido objeto miembros de los consejos son el fundamento legítimo que indujo el jueves a la Fiscalía a dictar medida de aseguramiento contra palmeros, ganaderos y paramilitares, todos en la misma resolución, así en la cárcel a unos los pasen de agache y a otros los fotografíen esposados.

Aunque así sea, que se cumpla la ley. Quedan todavía en lista de espera los ganaderos que usando estrategias similares se apropiaron ilegalmente de territorios colectivos, cuyos nombres y apellidos aparecen mencionados en la tutela Nº 0102 del Tribunal Contencioso Administrativo del Chocó, que ordena la restitución material del territorio a sus legítimos dueños. Ganaderos que, mientras usted lee estas líneas, seguramente están arreando su ganado hacia los territorios de las comunidades para que se coman los cultivos de pancoger. La defensa efectiva y tangible de los derechos que la Constitución otorga a campesinos, indígenas y negros es una prueba a favor de la división de poderes. Que la ley no sea sólo para los de ruana demanda, ante todo, que el poder judicial sea autónomo.

A última hora el Gobierno, que nada ha hecho por defender ni respetar los derechos de los campesinos, pide a la Corte Constitucional que “descongele” la titulación que la Honorable ha condicionado a un censo de los miembros que están en los territorios colectivos —y de los han tenido que huir— y a la elección de un nuevo Consejo Comunitario Mayor. Uribe, con la sagacidad que lo caracteriza, pide la creación de un “ente” para que administre la adjudicación de predios, que podría ser, digo yo, Indupalma o la Anglo Gold Ashanti…

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