El primer capítulo de la ‘paraeconomía’
“En Urabá tenemos cultivos de palma. Yo mismo conseguí los empresarios para invertir en esos proyectos, que son duraderos y productivos. La idea es llevar a los ricos a invertir en ese tipo de proyectos en diferentes zonas del país”. Las palabras, pronunciadas por Vicente Castaño en 2005, han debido prender las alarmas de las autoridades judiciales.
Para nadie era un secreto que tras las masacres y ofensivas paramilitares se generaban más y más desplazamientos. No se requería de la imaginación de los sociólogos para entrever, incluso, un cambio de discurso en las declaraciones de los ideólogos del paramilitarismo: se hablaba, sí, del asedio de la guerrilla, de la legitimidad de la autodefensa y la incapacidad del Estado para brindar seguridad, pero también se hacía alarde de flamantes proyectos empresariales. Hasta la fecha es bastante lo que se ha debatido sobre el desplazamiento y poco lo que conocemos de las razones del mismo. Pero en Colombia no sólo hubo desplazamiento porque hubo guerra. También hubo pretextos de guerra para que hubiera desplazamiento.
El capítulo de la paraeconomía que se abre, por fin, con la decisión de la Fiscalía de encarcelar a 24 empresarios de empresas de palma africana —incluidos representantes legales— constituye una noticia que difícilmente pasará inadvertida. Ya lo había anunciado el entonces fiscal Mario Iguarán, quien hizo explícito que se adelantaban investigaciones frente a la tragedia que vivieron las comunidades que habitaban las cuencas de los ríos Jiguamiandó, Curbaradó y Domingodó, obligadas por el paramilitarismo a abandonar las tierras que les fueron adjudicadas a través de la ley 70 de 1993. Ahora el dossier de la investigación, algo tardío, confirma las denuncias hechas por periodistas, activistas, académicos y pobladores. Los hechos son desgarradores.
A partir de una operación militar conjunta efectuada en febrero de 1997, grupos de autodefensa y la Brigada XVII del Ejército desplazaron a miles de campesinos del Bajo Atrato chocoano, sembraron de pánico los alrededores y les abrieron paso a empresas privadas que no tardaron en apropiarse de las tierras en las que sembraron palma africana. A algunos les ofrecieron irrisorias sumas de dinero, bajo la consigna “o vende la tierra o se la compro a la viuda”. Otros simplemente fueron suplantados. Hechas las fraudulentas transacciones, el propio Estado les otorgó créditos a los empresarios para que promovieran sus proyectos agroindustriales. Poco importó el daño ambiental que ocasiona la entrada del monocultivo de palma a una zona de selva tropical cuya fauna, flora y suelos eran por completo ajenos a las nuevas plantaciones apodadas, desde entonces, “desiertos verdes”.
Con todo, es demasiado lo que la justicia debe avanzar en el tema de la paraeconomía. Como este, que es un caso paradigmático, cuántos no habrá sobre los que las autoridades no se han pronunciado. Esta, que es la fuente del poder regional que ejerce el paramilitarismo, permanece intacta.
Y es que no se debe olvidar que para que los grupos de paramilitares existiesen y se expandieran, la estrategia de seguridad de la Fuerza Pública contra el asedio de la guerrilla contempló la promoción de grupos privados. Otro tanto lograron los dirigentes políticos con influencia nacional y regional, que, como lo explica Alejandro Reyes en su libro sobre el despojo de la tierra, se valieron de los paramilitares para desarticular movimientos populares y partidos políticos de izquierda. Pero unos y otros contaron con la disposición de hacendados, empresarios y firmas multinacionales dispuestos a financiar actividades paramilitares. Si no profundizamos en este oscuro capítulo de la historia reciente, de nada habrá valido el escándalo de la parapolítica, y la Ley de Justicia y Paz —en la que prácticamente se omitió el tema— difícilmente permitirá avanzar hacia una verdadera reparación de las víctimas.
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