El Plan Colombia: diez años después

Hace 10 años se produjo en Washington una profunda discusión sobre la situación interna de Colombia.

Después de los difíciles años de Samper y ante los pocos avances del proceso del Caguán, la administración demócrata de Bill Clinton, el Congreso de mayoría republicana y el gobierno de Pastrana empezaron a discutir una “Gran Estrategia” que permitiera reforzar al Estado colombiano para enfrentar a una insurgencia fortalecida y envalentonada y, al mismo tiempo, reconstruir las relaciones entre dos viejos aliados, que se habían deteriorado a un nivel sin precedentes.


El balance del Plan Colombia que surgió de esos debates, diez años y varios miles de millones de dólares después, se parece mucho más a los pronósticos pesimistas de sus críticos —que desde entonces advirtieron que la presión sobre ciertas áreas concentradas de cultivos ilícitos (Caquetá, Guaviare y Putumayo) causaría simplemente su desplazamiento hacia otras regiones y que la tenue línea entre la política antidrogas y la antinsurgente terminaría desapareciendo, en tanto el efecto sobre el tráfico de drogas sería marginal— a los anuncios optimistas de los gobiernos una década atrás. Una reciente evaluación de la oficina de rendición de cuentas del Congreso de los Estados Unidos (GAO) resume en pocas palabras lo que ha sido su efecto: resultados aceptables en términos de seguridad en Colombia, malos en la reducción de la oferta de drogas ilícitas en Estados Unidos.

En efecto, gracias a los fondos del Plan Colombia —y al aporte de los contribuyentes colombianos— nuestras fuerzas militares se encuentran hoy mejor dotadas para atender los problemas de seguridad interna, han mejorado sus niveles de eficiencia y capacidad operativa. A pesar del horror de las ejecuciones extrajudiciales, la observancia de los principios de los derechos humanos es parte del quehacer de las fuerzas militares, lo que en buena medida es resultado de la presión de miembros del Partido Demócrata, evidenciada una vez más por la reciente acción del poderoso senador Leahy encaminada a detener el desembolso de algunos de los recursos de la asistencia en tanto se aclaran los casos que han avergonzado al país.

Muy seguramente esta presión es la que ha llevado al vicepresidente, Francisco Santos, a entrar en una abierta y sorprendente controversia con el Presidente y los ministros de Defensa y Relaciones Exteriores sobre la conveniencia de seguir con el Plan Colombia. Salvo que se trate de una estratagema para enviar a Washington un mensaje sobre la necesidad de revisar las relaciones bilaterales, la contradicción pública dentro del mismo gobierno desconcierta.

En términos de política antinarcóticos, el Plan Colombia tiene un magro balance. Ni la oferta ni los precios de las drogas en las calles se han modificado, el mercado europeo de narcóticos se encuentra en auge y la prosperidad del negocio es tal que países africanos han entrado en la competencia, en tanto otros dentro de América Latina están sufriendo los peores horrores de este tráfico.

En este contexto, es obvio que Colombia necesita revisar a fondo la continuidad del Plan. No se trata sólo de que la relación especial que lo hizo posible haya llegado a su término, sino que la pertinencia misma de la estrategia está en duda. La crisis económica, que seguramente afectará los programas de asistencia externa, así como la aparición de otras prioridades y seguramente otros enfoques, llevan a pensar que hay poco interés de Washington en seguir enviando entre 500 y 700 millones de dólares por año a Colombia a cambio de tan pobres resultados; por razones obvias de tamaño y vecindad, la prioridad la tendría México.

Lo que el gobierno colombiano debería plantearle a Washington en la primera oportunidad es una estrategia de salida, gradual y concertada, que lleve a una progresiva trasmisión de responsabilidades a Colombia sobre el manejo del conflicto interno, incluido el componente antinarcóticos, en particular con el fin de evitar que simplemente sea notificada un día que no hay más recursos y no es más una prioridad. El debate es necesario y en el mismo hay muchos actores que se deberían interesar. Pero valdría la pena que en esa discusión el Gobierno hablara con una sola voz, una vez logre resolver internamente cuál es el mensaje que se quiere trasmitir al país y a sus socios en el mundo.

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