El meollo
El asunto es esencialmente militar, aunque el punto no se haya hecho explícito en la agenda. En este sentido, los principales negociadores deberían ser, en una primera etapa, los militares. Y por eso la propuesta de las Farc parece razonable: militares activos deberían estar sentados negociando con comandantes de la guerrilla. Frente a frente. No son suficientes los exgenerales Mora y Naranjo, aunque sean representantes válidos de las Fuerzas Militares. Podrán tener ascendencia sobre los soldados, pero no mando. Y lo que se necesita, en primer lugar, es negociar un cese al fuego.
Horacio Serpa, negociador en Tlaxcala, recordó esta semana, en el lanzamiento de la propuesta de Samper para humanizar la guerra, los fracasos de los intentos anteriores con Betancur, Barco, Pastrana, de todo pacto en medio de la balacera. Imposible. La mesa se convierte en un tribunal que termina comiéndose la negociación. Si se trata de no repetir errores, ese caos se debe evitar y por tanto ir de entrada a silenciar los fusiles. El acuerdo entre Belisario Betancur y Marulanda no se pudo cumplir más que en la prensa porque era imposible de controlar. La iniciativa de Samper parece ser la manera de llegar al cese al fuego por etapas. Mauricio Jaramillo, El Médico, uno de los negociadores de la guerrilla, lo sugiere cuando propone la suspensión de atentados contra el sector energético a cambio de la suspensión de bombardeos. Sin duda, una sucesión de acuerdos para humanizar la guerra mientras se firma la paz es el camino para detener la plomera mientras se negocian las soluciones políticas definitivas al desangre.
Desde luego que el cese al fuego supondrá una estricta vigilancia por parte de un agente neutral y fuerte que dé garantías a las partes. Hoy la supervisión mediante satélite —y otras formas electrónicas de espionaje— resuelve los obstáculos que impidieron a Chucho Bejarano e Iván Márquez encontrar mecanismos de verificación y que terminaron en la reactivación de los combates. No se trata ahora de descubrir el agua tibia, sino de acordar el cumplimiento estricto del Derecho Internacional Humanitario (DIH) que ninguna de las partes beligerantes ha cumplido. En el fondo, el DIH es un código de naturaleza militar para sacar a los civiles de la pelea e impedir la guerra sucia. Algunas de esas normas, como propone Samper, aclimatarían el cese al fuego. Los bombardeos, la desaparición, el secuestro, el reclutamiento de menores, se pueden convertir en temas de una agenda compartida para llegar con decisión a firmar un cese al fuego y, entonces sí, entrar a la negociación de fondo: el problema del poder. Se trataría de definir el cumplimiento progresivo de reglas específicas y obligatorias, rigurosamente vigiladas por un organismo acordado y competente. El papel de la comunidad internacional, y más específicamente de la latinoamericana, es en este punto decisivo.
Un cese al fuego supone necesariamente la participación de todo movimiento insurgente. Hablo del Eln, pero también de los restos del Epl —con Megateo incluido—. Más aún, estas dos fuerzas tendrán que entrar, tarde o temprano, a negociar su participación en la mesa que se instalará en Oslo y se desarrollará en La Habana, pero un acuerdo sin su participación resultaría espurio.
El cese al fuego debe ser tan sólido como para seguir vigente después de la firma del acuerdo general. Será la verdadera prueba de la negociación. Quizá no haya una garantía más real del pacto que la profunda recomposición en un solo cuerpo de las fuerzas que se enfrentaron durante medio siglo. Las guerras civiles deben terminar en un ejército nacional unificado y único. La negociación es, de hecho, una invitación obligada a tragar sapos.
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