El increíble caso Arana
Hace ocho días pregunté en esta columna cuánto sabía el presidente Álvaro Uribe sobre Salvador Arana, condenado a 40 años de prisión por asesinato y concierto para promover grupos armados, cuando lo envió a la embajada de Colombia en Chile.
La respuesta aparece en un reciente informe televisado de Hollman Morris sobre este ex gobernador de Sucre que patrocinó a los paramilitares y ordenó la muerte del alcalde de El Roble, Eudaldo Díaz, vinculado al Polo Democrático. Lo que revelan el reportaje de Morris, la sentencia de la Corte Suprema de Justicia y el expediente en que afincó su veredicto deja mal parado al Gobierno y a su “seguridad democrática”.
Para entender la magnitud de lo ocurrido repasemos los hechos. El primero de febrero del 2003, en un consejo comunal en Corozal que presidían Uribe y el gobernador Arana, el alcalde Díaz -suspendido a la sazón por gestión de Arana- denunció la corrupción reinante en el departamento y acusó de ella al gobernador. Para acabar, dijo al país que lo veía por la TV: “A mí me van a matar”. Uribe reconoció la gravedad del asunto y encargó al entonces zar anticorrupción, Germán Cardona, que trasladara las denuncias pertinentes. “La transparencia no puede tener excepciones -sentenció-; la seguridad es para todos los colombianos”.
Díaz creyó haber obtenido un seguro de vida con sus palabras. Fue lo contrario. Para empezar, el Gobierno no reflejó la preocupación inicial del Presidente. ¿Qué hizo el zar anticorrupción con la terrible denuncia? Casi nada. La burocratizó. Dijo Cardona a Morris: “Se hacía lo único que se puede seguir haciendo, que es simplemente servir de oficina de mensajería para trasladarla a la Fiscalía, Procuraduría, DAS o entidades correspondientes”. Ante una amenaza de muerte y un señalamiento de corrupción, el Gobierno respondió, pues, como “una oficina de mensajería”. La Policía de Sucre tampoco protegió a Díaz. En cambio, sus enemigos sí se movieron: el 10 de abril, dos meses después de la dramática sesión, el alcalde fue secuestrado, torturado y asesinado a tiros.
Si el Gobierno se hubiera mosqueado en la reunión de febrero, habría podido saber con facilidad que Arana estaba vinculado desde hacía varios años a los grupos de autodefensa, como lo denunció Díaz con costosa valentía, y habría podido brindarle ese mínimo amparo que la Constitución extiende a todos los colombianos.
Lo más insólito estaba por llegar. Velozmente, el fiscal Luis Camilo Osorio declaró la inocencia del médico Arana, basado en un insólito argumento clasista: “No puede creerse que una persona con la trayectoria y formación del doctor Salvador Arana participe en conductas tan reprobables como las que gratuitamente se le endilgan”. ¿No sabía Osorio que algunos de los peores criminales de la humanidad han sido distinguidos profesionales? ¿Cómo pudo desechar los cargos por gratuitos cuando era vox pópuli la vinculación de Arana a los paramilitares, según se comprobó luego?
Arana no solo salió aliviado de cargos con la bendición de Osorio, sino que Uribe lo premió poco después, siendo ya ex gobernador, con un cargo diplomático en Chile que le permitió ser embajador encargado. También nombró en Santiago al comandante de la Policía de Sucre, Norman Arango.
A Arana lo tumbó en el 2005 un debate de Gustavo Petro. Acabó prófugo, escondido, capturado y -el 3 de diciembre de este año- sentenciado por la Corte como promotor de los paramilitares y autor intelectual del asesinato de Díaz. Durante el proceso fueron asesinados 14 testigos.
Concluye Juan Carlos Díaz, hijo de la víctima: “Si el presidente Uribe en ese momento hubiera prestado atención a las denuncias de mi padre, cuántas vidas se habrían podido salvar”. Miles, posiblemente. El caso Arana es una mancha vergonzosa en la “seguridad democrática”.
Desde hace varios años, el autor del texto recibe comentarios a su columna en cambalache@mail.ddnet.es
Daniel Samper Pizano