El gringo y la paz

Finalmente se metieron. Bernard Aronson ha sido nombrado delegado especial de los EEUU en la mesa de negociaciones entre el gobierno colombiano y los insurgentes de las FARC-EP. No es primera vez que los gringos, después de exacerbar la violencia, se meten a los procesos de paz en lo que consideran su “patio trasero”: Aronson ya tiene experiencia en las desastrosas negociaciones de paz con injusticia social alcanzadas en Nicaragua y El Salvador.


Creo, sin embargo, que la presencia del gringo es positiva, más allá de las suspicacias naturales. No porque crea que los colombianos necesiten de la “orientación” de la civilización del dólar ni de la bendición de ese país para el proceso de paz, como lo ha dado a entender la gran prensa[1].

Lo considero positivo porque, aunque quieran acotar su participación a temas como extradición o narcotráfico, su presencia es un reconocimiento explícito de que el conflicto colombiano no es un conflicto meramente interno, sino de carácter hemisférico, en el cual EEUU ha clavado sus garras desde antes del surgimiento de las guerrillas. De alguna manera, los EEUU han estado siempre detrás del gobierno de Colombia, y éste sabe que no tiene mucho margen de maniobra sin el beneplácito del Tío Sam. Como lo expresa de manera lapidaria el investigador Marco Palacios, “el límite de la soberanía nacional colombiana es la subordinación pragmática de las élites del poder a los grandes paradigmas y políticas de Washington, en particular, la Guerra Fría, la guerra a las drogas, la guerra al terrorismo y al crimen organizado (…) Washington le provee los argumentos y la agenda”[2].

Una historia de intervencionismo y subordinación

Esta política de injerencia, se explica necesariamente en el marco de una política de dominación hemisférica de EEUU plasmada en cuatro documentos claves –la resolución de no-transferencia (1811), doctrina Monroe (1823), Corolario de Roosevelt (1904) y Corolario de Wilson (1913). Esta política en Colombia ha tenido una larga y decisiva influencia en el curso histórico de la violencia institucional y estructural. Ésta comenzó a dejarse entrever en las múltiples intervenciones a Panamá cuando aún era territorio colombiano, así como su rol decisivo en las intrigas que llevaron a que este territorio fuera arrebatado para poder adueñarse del Canal. También se entrevé en el uso de tropas locales para defensa de los intereses de compañías norteamericanas, como la United Fruit Company, que tuvo como corolario la Masacre de las Bananeras en 1928.

Sin embargo, es desde 1938 que esta influencia se vuelve sistemática y estructural, durante el gobierno de Eduardo Santos, abuelo del actual presidente -el poder funciona en Colombia como una curiosa mezcla de clase y casta. Santos convierte a los EEUU en socio estratégico, aliándose irrestrictamente a su política hemisférica y entregándoles, mediante frecuentes misiones militares que siguen ininterrumpidamente hasta nuestros días, la posibilidad de moldear a las Fuerzas Armadas colombianas según los intereses particulares de los EEUU. Moldeadas en la Doctrina de la Seguridad Nacional, todas las ramas castrenses en Colombia han funcionado como una fuerza de ocupación para aplastar al “enemigo interno” –definido también según los estrechos intereses de la elite norteamericana. Clave en el desarrollo de este mentalidad fue la participación colombiana en la bárbara Guerra de Corea, y las misiones militares como las de 1959 y 1962 que definen el carácter contra-insurgente del Ejército colombiano, concepción reproducida mediante manuales en que se celebra el uso de la tortura, paramilitares y el abuso a menores (como el documento del general Yarborough de 1962). Esto, para no hablar del rol decisivo jugado por los EEUU en las operaciones militares contra las comunidades de Marquetalia, Riochiquito, el Pato y Guayabero en 1964-1965, que escalaron el conflicto hasta llegar al Plan Colombia de nuestros días, apogeo de la guerra sucia y de las violaciones en masa en contra de las comunidades campesinas y empobrecidas.

Por su parte, mientras en esta relación los intereses de los EEUU son claramente los que han primado, la oligarquía colombiana también ha obtenido beneficios sectoriales mediante el desarrollo de una “subordinación estratégica”[3]. Arlene Tickner mencionaba que la subordinación –que ella define como pragmática- “ha reportado ganancias económicas y políticas”[4], particularmente mediante la creación de redes clientelistas con las cuales los negociadores de la subordinación obtienen jugosas “mordidas”, sea mediante la firma de acuerdos de libre comercio, mediante su asociación al capital transnacional o mediante contratos militares.

Responsabilidades históricas ante las víctimas

Los EEUU no llegan con una moral intachable, ni mucho menos, a la mesa de negociaciones. Su presencia proyecta macabras sombras más allá de su tóxico rol en alimentar la guerra: investigaciones serias han encontrado vínculos entre la asistencia militar de EEUU y la implementación de macabras políticas, como los “falsos positivos” o la misma estrategia paramilitar[5]. El mismo DAS, institución de inteligencia implicada en asesinatos, desapariciones, secuestros, amenazas, espionaje, vínculos mafiosos, estuvo todo el tiempo bajo la supervisión directa de la Embajada de EEUU, quienes organizaron un grupo secreto en su interior, llamado GAME, que reportaba directamente a la Embajada[6]. Esto fue así desde un comienzo, ya que la misión militar de EEUU en Colombia de 1959, en medio de la paranoia de la Guerra Fría, recomendaba reorganizar el Servicio de Inteligencia de Colombia hasta “llegar a convertirse en una fuente virtualmente dirigida por los EEUU para operaciones de guerra psicológica abierta y encubierta”[7]; a los pocos meses de presentado este informe, se crea el DAS, según el modelo del FBI. La mano de la CIA también se ha visto presente en las “salas grises” de la inteligencia militar, destapadas con el escándalo de Andrómeda. Todos estos datos y mucho más, se encuentran condensados en la investigación del profesor Renán Vega en el marco de la Comisión Histórica del Conflicto y de sus Víctimas, en la cual tuve el honor de ser su asistente[8].

Esta historia de humillaciones no es cuento viejo: basta ver hoy en día la maraña de miles de asesores, mercenarios “contratistas” y militares norteamericanos operando en Colombia, con pleno acceso a las instalaciones militares, al espacio aéreo y marítimo colombiano, para comprobarlo. Esta presencia goza de total impunidad, como lo demuestra el escándalo de las niñas vejadas sexualmente en Melgar. Precisamente en los momentos en que las clases dominantes, mediante sus aparatos de propaganda, nos insisten que hablar del imperialismo yanqui suena muy trasnochado, es cuando más insoportable se ha vuelto su influencia y su control sobre los asuntos en Colombia.

La presencia del delegado de los EEUU en la mesa de negociaciones es una oportunidad histórica para, dignamente, exigirles explicaciones. De la misma manera en que se debe reconocer a EEUU como un actor decisivo en el conflicto colombiano, se les debe exigir: que reconozcan su responsabilidad en el sufrimiento de millones de colombianos; que pida perdón y repare a sus innumerables víctimas; y que contribuya a la recomposición del tejido social violentado y fracturado. Aunque su mejor contribución sería, de una vez por todas, permitir que este país continúe su desarrollo libre de su desfachatado intervencionismo.

José Antonio Gutiérrez D.
24 de Febrero 2015