¿El fiscal notificando al presidente?

Por fin, una de las tres temibles entidades en que se han convertido las “ías” (Procuraduría, Contraloría y la mencionada Fiscalía) estaba en manos de un jurista progresista. Llamó la atención, por ejemplo, que tuviera el valor de enfrentarse, como no lo había hecho nadie con alto cargo en el Estado, al entonces omnipotente Alejandro Ordóñez por su sectarismo.


Fue tranquilizador que se opusiera, de frente y no en los corrillos, como otros, a la arbitrariedad de Sandra Morelli, jueza tan inflexible con los demás y tan laxa y contemplativa consigo. Pero, como suele ocurrir desde los tiempos en que empezó a escribirse la historia política de mundo, el poder desdibuja a los seres humanos y saca a relucir lo más innoble de ellos.

El Eduardo Montealegre de hoy no es el que ascendió a la Fiscalía hace dos años. O, al menos, no es el que parecía ser. La vanidad fue la primera de las hechiceras que hicieron de las suyas con él: opiniones sobre cualquier tema, mucho más allá de los propios. El afán electorero es el otro maleficio que le cayó: fue bien difundido el operativo de lobby que montó para que una de sus protegidas llegara a la Corte Constitucional. Con independencia de los méritos que se pregonan de Gloria Stella Ortiz, lo cierto es que el fiscal empeñó su nombre y entidad, en primer término, con la corte que la incluyó en la terna, y en segundo lugar, con los 64 senadores que votaron por ella, ¿A cambio de qué?, podría preguntar uno. Escuchar la respuesta da miedo y tristeza. Más adelante organizó convites para incidir en la selección de la terna para contralor, tanto que hoy los tres aspirantes creen que él los apoya. Y ahora, de acuerdo con fuentes de su entorno, Montealegre está maquinando quién podría llegar a la Procuraduría después de Ordóñez, quién podría sucederlo a él en la Fiscalía en 2016 y cómo se repartirían las presidencias de las cortes los años siguientes.

Pero el colmo está en sus últimos movimientos dirigidos a presionar al presidente Santos, no ya en privado sino con su retador discurso ante los medios, para que excluya del Ministerio de Justicia a Alfonso Gómez Méndez. Aprovecha el micrófono que le pongan para notificar al mandatario del poder de veto que tiene. El lunes pasado aprovechó a Yamid Amat para atacar con evidente desproporción al ministro: “(Gómez M.) tiene una visión supremamente simplista …”, “nuestro planteamiento es avanzar… y no retroceder como quiere el ministro…”, “el sistema oral ha resultado mucho más eficiente… que el esquema que defiende el ministro”, “Juan Carlos Esguerra, que fue un gran ministro, dejó diseñada una política muy audaz… (pero) Gómez Méndez… como siempre, retrocedió”.

Ante palabras tan desconsideradas con un miembro de su gabinete, Santos y sus voceros guardan silencio, asustados. Como se asustaron, en su momento, con Ordóñez y Morelli.

Estoy en capacidad de decir, porque los conozco, que aunque ninguno de ellos es perita en dulce, los dos integran con gran solvencia la élite intelectual y política del país. Esa condición les impone deberes, no sólo favores. No hay derecho a que un fiscal general desperdicie sus energías en liquidar a un ministro ni mucho menos a mostrarle los dientes a él —que, pese a su carácter, ha sido más prudente— y, ante todo, al presidente.

Entre paréntesis. ¿Un “gran ministro” el funcionario que —al margen de su pulcritud profesional— permitió que se armara la monstruosa reforma a la justicia que está por revivir y en que congresistas y magistrados se autobeneficiaban? Mal ejemplo, fiscal. A no ser que usted esté de acuerdo con quienes hoy fungen de ser sus mejores amigos.

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