El fandango de la muerte: 25 años de la masacre de La Mejor Esquina
Eran las 10:30 de la noche del 3 de abril de 1988. La luna llena iluminaba el poblado donde amigos y familiares departían en la bulliciosa fiesta sabanera, amenizada por la banda ‘Tres de Mayo’. En la caseta del fandango, que era la primera propiedad en la entrada del caserío, un grupo de lugareños divisó, a lo lejos, las luces de un vehículo que llegaba por el camino que conduce al municipio de Buenavista.
La alegría colectiva se convirtió en una noche de muerte y horror. Lanzando gritos amenazantes, desconocidos vestidos de militares irrumpieron en la parcela de Teresa Martínez y dispararon sus fusiles contra hombres, mujeres y niños que participaban en el fandango del Domingo de Resurrección.
Al profesor Tomás Berrío Wilches y a los hermanos Pedro Pablo y Carlos Márquez Benítez los mataron cerca de la mesa de los fritos, a Juan Manuel Sáenz lo acribillaron por pedirles a sus vecinos en pánico que se callaran, a Silvio Pérez le vaciaron una ráfaga por decir que estaban masacrando gente inocente, y al pequeño Óscar Sierra Martínez, de 10 años, lo destrozaron de un disparo.
En total fueron 27 los muertos, en su mayoría trabajadores de haciendas locales, a manos de ‘Los Magníficos’, uno de los 138 grupos paramilitares cuya existencia el gobierno del ex presidente Virgilio Barco había denunciado en el Congreso en 1987.
Domingo Sáenz Martínez fue uno de los pocos sepultados en tumba. Al fondo, el camino por donde entraron los criminales.
La de Mejor Esquina (Córdoba) fue la primera masacre de la Costa Caribe. Por anticipado, la anunciaron en poblaciones como Planeta Rica, donde cuatro días antes aparecieron seis letreros pintados en las paredes: “Ya llegaron a limpiar los magníficos”, se leía.
Eran las 10:30 de la noche del 3 de abril de 1988. La luna llena iluminaba el poblado donde amigos y familiares departían en la bulliciosa fiesta sabanera, amenizada por la banda ‘Tres de Mayo’. En la caseta del fandango, que era la primera propiedad en la entrada del caserío, un grupo de lugareños divisó, a lo lejos, las luces de un vehículo que llegaba por el camino que conduce al municipio de Buenavista.
En la loma donde debía detenerse para abrir el último de los portillos del sendero veredal, el conductor apagó las luces. Inquietos, muchos de los asistentes al jolgorio salieron hasta la cerca de alambre de púa de la finca ‘La Florida’, adornada con palmas, a ver quién o quiénes eran los visitantes.
Prevenidas y temerosas, varias familias decidieron no esperar y se retiraron a sus casas, al fin y al cabo ya se habían divertido más de cuatro horas a ritmo de porros.
La verdad es que se había rumorado que “algo malo” iba a pasar.
“Mi hermanito y yo le dijimos a papi que nos fuéramos, pero él respondió que iba a esperar”, recuerda con tristeza Evinilda Berrío, quien en aquel entonces tenía 18 años. Parado en la puerta de la improvisada caseta, el maestro Tomás, con su característico temperamento de amigo conciliador, afirmó: “el que no la debe no la teme”.
Por el camino de entrada, una manada de reses pasó en estampida hacia la plaza del pueblo. Espantados, los animales le huían a una especie de fantasma. Enseguida se escucharon los primeros disparos. Pocos vieron que al maestro Berrío y a los hermanos Márquez (Pedro era estudiante de la Universidad del Norte) los mataron de inmediato, en la entrada: las balas cruzaban por encima de las cabezas de la gente que corría por el amplio patio buscando ponerse a salvo.
El baile y las risas de las parejas felices, los prolongados besos de los enamorados, los chistes y las morisquetas de los más borrachos fueron reemplazados por gritos de terror, llanto y súplicas a Dios para que los protegiera.
“¡Salgan todos, partida de guerrilleros!”. “¡Salgan, hijueputas, con las manos en alto, o los quemamos vivos!”, gritaban, enceguecidos, los doce a quince uniformados que disparaban a lo que se movía. Al mando estaban un hombre blanco, alto y corpulento con sombrero vueltiao, y otro negro, bajito y fornido con una pañoleta oscura amarrada en la cabeza, presuntamente Vladimir Baquero, alias ‘Vladimir’, ex guerrillero de las Farc que se pasó a trabajar con el narcotráfico y fue entrenado por el mercenario israelí Yair Klein.
“La balacera cesó y extrañamente los asesinos se preocuparon por sacar del lugar a los músicos”, comenta todavía intrigado un sobreviviente. La banda había sido contratada en Montelíbano por Lucho Argumedo, habitante de Buenavista, quien no estaba en la celebración, como en otras oportunidades. El DAS informó posteriormente que el hacendado César Cura, vinculado con el narcotráfico años más tarde, pagó 120 mil pesos por la presentación. A Cura lo mataron mucho después en Santa Marta.
“Escondidita me encontraba en un rincón de la cantina junto con niños y familiares, cuando entró uno de los tipos armados con un fusil y mató a Eduardo Mercado. Muertos del miedo tuvimos que salir al patio”, relata Evinilda.
Era tal la cantidad de gente en la fiesta que al tenderse boca abajo en el piso rústico quedaron unos encima de otros. “Todos llorábamos a gritos, por lo que Juan Manuel Sáenz nos pedía que nos calláramos: ¡Por favor, cállense, cállense!”, decía. “¡Ah!, con que tú eres el más machito!”, le reviró, enfadado, uno de los matones y le destrozó la cara de un tiro.
Así, sucesivamente, fueron cayendo los demás. En la memoria y el alma de los sobrevivientes se repiten los fogonazos de los fusiles: “¿por qué hacen esto, por qué matan gente inocente?”, les recriminaba, en medio de su borrachera, Silvio Pérez. La respuesta a sus palabras fue una ráfaga que dejó parte de su cabeza esparcida en el alar de la casa y la pared teñida de sangre.
Del pequeño rancho contiguo a la cantina, donde estaban los grandes bloques de hielo metidos en cascarilla de arroz, Magola Martínez salió de su escondite cargando al pequeño Óscar. Estaba muerto. Una bala le destrozó el corazón. “Dios mío, ¿y ahora qué hago sin mi hijo?”, lloraba la mujer. Uno de los desalmados respondió a su dolor pegándole varios planazos con una rula.
A Jaime Hoyos le ordenaron que corriera. “Así lo hizo y lo mataron por la espalda”, comenta el sobreviviente Sergio López quien recién había salido del servicio militar. “Ahí mataban gente y volaba sangre para todos lados”, explica con crudeza.
Carmen Avilés Barragán fue acribillada por reclamar el crimen de su hermano William Barragán. A Justo Ramón Nisperuza “lo partieron en dos” con ráfagas de fusil en el abdomen, al intentar escaparse.
“AHÍ LLOVÍA SANGRE”
Freddy Martínez, conocido como ‘El Champita’, quedó agonizante luego de un primer disparo. Intentaba levantarse luchando contra la muerte, pero un matón le puso el pie sobre la espalda. “¿Y es que no te vas a morir, nojoda? Y le pegó otro tiro en la cabeza”, recuerda López moviendo sus dedos y manos simulando el ataque.
A Silverio Sáez, llamado ‘El Negro’ por los amigos, lo mataron cuando quiso apagar el motor que le daba energía a la caseta, y a Cleto Martínez lo sorprendieron saliendo detrás de cajas de cerveza.
Todos esos episodios siguen vivos en el alma triste de quienes estaban en el fatídico fandango. A pesar del paso de los años, no olvidan que la barbarie cesó al rato de que el concejal Ruperto Martínez les dijo a los criminales: “no más, basta, no más”.
“Nos llamó la atención que a él no le hicieron nada, a pesar de que se les paró a los tipos”, confiesan algunos sobrevivientes. También recriminan que el político se hubiese empecinado en celebrar la fiesta en un sitio delimitado y no en la plaza del pueblo, como era tradicional.
Ante estos señalamientos, Gabino Martínez defiende el honor de su hermano. “Ruperto era profesor de matemáticas cuando, tiempo después, lo mataron en Purísima por esas acusaciones. Es injusto que lo señalaran de saber algo, porque en la masacre murió un hermano nuestro, dos primos y otros familiares, ¿entonces cómo pueden decir que él sabía?”.
UNA VENGANZA
Mientras unos asesinaban, otros homicidas preguntaban, en voz baja, quién de los presentes era ‘El Rafa’. Se referían a Rafael Pastrana Martínez, alias ‘Mochila guapa’, un tipo de la región que comandaba una célula guerrillera del EPL. Al subversivo, descrito como un “hombre arisco”, le atribuían pactos con el mismísimo demonio porque había “sobrevivido a varios ataques”.
‘El Rafa’ no estaba en la fiesta, aunque sí llegó a Mejor Esquina el sangriento domingo. “Como a las 10 de la mañana lo vieron en la plaza. Allí llegó una moto y dicen que él comentó: esos dos son del DAS, y se fue. Pero advirtió que algo malo iba a pasar”, recuerda Gabino. Por ese tipo de visitas al pueblo lo señalaban de proteger a guerrilleros.
Después se supo que al momento de la masacre ‘Mochila guapa’ se encontraba en el ‘Cerro de la mula’, lejos del pueblo, borracho. Su protección diabólica le duró hasta cuando fue muerto en Cartagena tiempo después.
Otra hipótesis del DAS atribuyó el crimen colectivo a una venganza de narcotraficantes y paramilitares de la primera generación, comandados por Fidel Castaño, mitificado como el ‘Rambo sinuano’, quien, también años después, murió en una emboscada de las Farc.
En el sitio de la masacre tumbaron las construcciones. Solo quedan como testigos silenciosos dos palmeras y varios árboles.
En Mejor Esquina se recuerda que treinta días antes de la matanza, a la finca de Francisco Benítez llegaron unos encapuchados preguntando por un cargamento de cocaína que dejó caer una avioneta perseguida en vuelo.
Al personal lo torturaron, poniéndoles bolsas plásticas negras en la cabeza, pero nadie supo decir nada. “Esto no se va a quedar así. Nos la pagarán”, amenazaron los enmascarados. Y no se quedó así.
La criminal incursión del Domingo de Resurrección duró entre treinta y cuarenta y cinco minutos. Cuando ya se retiraban, en medio de despiadadas burlas, los ‘paras’ lanzaron otra de las frases que nadie ha olvidado: “suerte para los que quedaron vivos; que lloren mucho a sus muertos”.
En el interior de la ensangrentada caseta había 26 cadáveres destrozados. A pocos minutos de la partida se escuchó el último disparo: en el camino de regreso mataron a Juan Acevedo, hijo de la vendedora de fritos. Él se encontraba en un bautizo en otra finca y quiso llegar hasta el fandango. Fue el muerto 27.
Sobreponiéndose al terror, a las 2 de la madrugada, José Sáenz, quien perdió a su hijo Anastasio, salió a caballo para Buenavista a avisar de la barbarie. Nunca hubo levantamiento de los cadáveres, porque cuando el inspector de Policía, Alcides Manuel Luna Martínez, llegó doce horas después ya todos habían sido enterrados. Los cerdos se estaban comiendo los muertos de Mejor Esquina.
LAS VÍCTIMAS
Varias listas en las que se incluyen nombres que no concordaban fueron publicadas tras la masacre. Los sobrevivientes y familiares reconstruyeron el pasado miércoles la identidad de las víctimas:
Tomás Berrío Wilches, Eduardo José Mercado, Cleto Martínez, Marcos Martínez, Benicio Benítez, Donaldo Benítez, Freddy Martínez, Sergio Tomás Rivero, Silvio Primitivo Pérez, Justo Ramón Nisperuza, Carlos Márquez Benítez, Pedro Pablo Márquez Benítez, José Guerra, Óscar Sierra Martínez, Domingo Sáenz, Atanasio Sáenz, Silverio Sáenz, José Manuel Sáenz, Jaime Hoyos, Juan ‘El Mono’ Bertel, Juan Avecedo, Luis Sierra, Rogelio Montañez, Silvio Melendres, William Barragán,Carmen Avilés Barragán y ‘El Mono’ Ensuncho.
“ESTE PUEBLO QUEDÓ LLENO DE PÁNICO”
Por meses, los habitantes de Mejor Esquina durmieron en el monte después de la masacre.
Temían el regreso de ‘Los Magníficos’, criminales que copiaron su nombre de la exitosa serie de televisión estadounidense de mediados de los 80.
“A las 6 de la tarde nadie quedaba en las casas, y si en el día entraba un carro, todos salíamos ‘juyendo’ pa’l monte. Imagínese, quién no le ‘juye’ a la muerte”, explica, frenéticamente, Gabino Martínez.
“Aquí se hacían unas fiestas de banda sabrosas y éramos un pueblo contento, trabajador, pero después todo se llenó de mucho pánico”, rememoró Wilson Martínez, quien estaba en la fiesta pero su mujer lo convenció de que se fueran cuando la luna clara le permitió ver que llegaban unos hombres armados. Los fandangos desaparecieron del pueblo y en el sitio de la matanza tumbaron todas las construcciones. Hoy es un potrero más.
Con 66 casas y 397 habitantes —208 hombres y 189 mujeres— Mejor Esquina es un corregimiento pobre. 59,8% de la población es desempleada. “Hay menos gente que en 1988 porque muchas familias y amigos se fueron a Sincelejo, Planeta Rica, Maicao y el mismo Buenavista. Aquí hubo gente que vendió casas a 40 y 50 mil pesos, en esa época”, revela Carlos Martínez, otro miembro de la parentela.
La población se encuentra a 35 minutos de la cabecera municipal y de la Troncal de Oriente, que comunica a la Costa Caribe con el interior del país por la vía a Medellín. Sin señal alguna de que existe en el mapa, allí se llega a través de una carretera en regular estado, de exótica tierra rojiza, que serpentea a través de hermosas fincas, sembradas de extensos y verdes pastizales en los que se alimentan miles de cabezas de ganado doble propósito, leche y carne, protegidos por cercas electrificadas. No se ve un alma en la heredad.
Diecinueve años después de la tragedia, Mejor Esquina sigue con un solo profesor de planta y dos por órdenes de prestación de servicios. Con menos alumnos, ahora tiene cuatro salones de clases incluido aquel en el que el maestro Tomás Berrío enseñó las matemáticas, a leer y a escribir a la actual generación de adultos.
La energía eléctrica llegó al pueblo a los cuatro años de la matanza, como también el agua de pozo, y por fin tuvieron un centro de salud, con un médico que va de vez en cuando.
“Seguimos olvidados, a la buena de Dios”, es lo que siente Alberto Ruiz, uno de los famosos cazadores de tigres de la región.
“LA MÁS GRANDE IMPUNIDAD”
El director de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Cohdes), Jorge Rojas, afirma que la masacre de Mejor Esquina “quedó en la más grande impunidad. La investigación nunca arrancó”, sostiene.
Ni la Comisión Nacional de Juristas o el Colectivo de Abogados, que tradicionalmente han actuado para evitar la impunidad de estos y otros crímenes, abordaron el proceso. “El caso se quedó huérfano”, dijo.
Familiares de las víctimas, que atribuyen la impunidad a la ineficiencia de la justicia y la Fiscalía, cuestionan que el Estado “hoy se limite a desenterrar a los muertos de las masacres, pero nada se hizo contra los responsables”.
Mientras se debate si el caso prescribió o no como crimen de lesa humanidad, a la luz de tratados internacionales sobre Derechos Humanos, la Constitución del 91 y el tiempo de los hechos, las familias afectadas preparan demandas contra el Estado con base en la Ley de Justicia y Paz.
“¿Será que sí pagan los muertos?”, se preguntan como última esperanza de que alguien, así sea la sociedad colombiana, responda por la noche de barbarie en la que se encontraron cara a cara con la muerte, encarnada en sanguinarios paramilitares armados con fusiles y machetes.
El drama de Mejor Esquina quedó perpetuado en esta foto de EL HERALDO publicada el 6 de abril de 1988.
LA INVESTIGACIÓN ES UN MISTERIO
Han transcurrido 7.060 días desde cuando la primera generación de ‘paras’ comenzó a marcar con sangre sus territorios. Por la masacre de Mejor Esquina, calificada por el ex gobernador José Gabriel Amín como una “equivocación”, no se conocen decisiones judiciales de fondo contra los responsables.
No se sabe qué pasó a pesar de que, pocas semanas después, el ex director del DAS, Miguel Alfredo Maza, identificó a Fidel Castaño y a César Cura como autores intelectuales. Además, presentó fotografías de nueve capturados que habían participado en los asesinatos.
“Varios eran pelaos de Santa Marta, que después terminaron como ‘Los Chamizos’, encargados de otras masacres”, dijo una fuente que los conocía.
En la capital cordobesa, EL HERALDO quiso conocer si el proceso fue archivado o está vigente, pero solo hubo caras de sorpresa ante las preguntas.
El magistrado del Tribunal Superior, Manuel Fidencio Torres, quien para 1988 comenzaba a trabajar en Instrucción Criminal, ayudó a establecer que la investigación inicial había pasado a manos de un Juez Especializado o ‘sin rostro’. Luego, en 1992, la heredó la recién creada Fiscalía General.
La directora regional de este organismo, Perla Dávila, ofreció colaborar para ver qué pasó con el proceso, pero requirió un Derecho de Petición, el cual fue tramitado por EL HERALDO. Se espera una respuesta.
El ex juez primero de Instrucción Criminal Pedro María De León, quien dirigió la investigación junto con sus colegas sexto y décimo, dijo desconocer en qué terminó todo. “Cuando avanzábamos en el proceso este era pedido por la Dirección de Instrucción Criminal y se lo llevaban para Bogotá. Eso sucedió cuatro o cinco veces”, recuerda.
Sostuvo que el DAS “llenó la investigación de declaraciones anónimas que no servían para nada. Si no se llevan el caso de Montería algo hubiera pasado”, aseguró.
Otro dato revelador fue que la investigación del DAS ‘sobrevivió’ al atentado del 6 de diciembre de 1989. “La encontré entre los escombros y se pudo rescatar”, dijo el detective que lo halló. Pero aún así, el olvido y el misterio se apoderaron de esta masacre.
JOSÉ GRANADOS
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