El campo: primer acuerdo entre Gobierno y FARC
El proceso de paz entre el gobierno y las FARC recibió este domingo un poderoso impulso. Después de seis meses de conversaciones, las partes anunciaron que habían llegado a acuerdos en torno al punto de desarrollo rural, el primero de los cinco de la agenda, y que pasarán al segundo, el de participación política, a partir del 11 de junio, en la siguiente ronda de conversaciones.
El anuncio, que visiblemente las partes quisieron resaltar de manera especial, al encargar a Noruega y Cuba, los países acompañantes, de que leyeran por primera vez su comunicado conjunto ante la prensa, tiene, a la vez, una profunda significación y un poderoso impacto coyuntural.
Se trata del primer acuerdo político entre un gobierno y las Farc en una historia de negociaciones que empezó con Belisario Betancur hace más 30 años, con el célebre –y fallido– proceso que tuvo lugar entre 1982 y 1987 y dio origen a los acuerdos de La Uribe que incluyeron la creación de la Unión Patriótica, posteriormente aniquilada. Desde entonces, ninguna de las negociaciones que tuvieron lugar con las FARC había producido un acuerdo de fondo, y ninguna lo hizo sobre un punto esencial como el agrario.
El jefe del equipo negociador del Gobierno, Humberto de la Calle, declaró lo convenido “histórico”. Rodrigo Granda, de las FARC, calificó los acuerdos logrados como “demasiado importantes”.
Un acuerdo que puede saldar la deuda del Estado con el campo
Aunque no se conoce el texto completo del acuerdo, por lo anunciado en el comunicado conjunto es claro que, de volverse realidad, lo acordado este domingo no solo puede cambiar radicalmente las cosas en el campo colombiano, sino que provocará redobladas polémicas con el uribismo, que encarna sectores del agro que pueden sentirse lesionados con estos acuerdos, como los ganaderos.
Mientras el presidente Santos lo celebraba como un “paso fundamental hacia un pleno acuerdo para poner fin a medio siglo de conflicto”, su antecesor Álvaro Uribe le dedicó varios trinos en su cuenta de Twitter, como este: “inaceptable que el modelo del campo colombiano lo negocie el gobierno santos con el narcoterrorismo”.
El agro es la razón de ser de las FARC, que se fundaron no con un programa político amplio, sino con el llamado “Programa Agrario de los Guerrilleros”, de 1964. Y, en un país que en el siglo XXI sigue exhibiendo en el campo uno de los índices de inequidad más notables del planeta y siempre se resistió a hacer una reforma agraria, abre la posibilidad de que el Estado salde su gran deuda con la modernidad.
El acuerdo tiene como “piedra angular”, como lo señaló de la Calle, el pequeño campesino, el más pobre.
Se creará un fondo de tierras para entregarlas a los que no las tienen. Se formalizarán los títulos de propiedad, se creará un jurisdicción agraria para protegerlos y se modernizará el castastro, una tarea pendiente desde hace 30 años. Se prometen planes para suplir las deficiencias en educación, vivienda, salud e infraestuctura en el campo. Según dijo De la Calle (las FARC no se refirieron a esto), se “vigorizarán” las zonas de reserva campesina, pero no se les dará autonomía, como quería la guerrilla. Y se plantea el cierre de la frontera agrícola –es decir, el fin de la expulsión de pobres y campesinos sin tierra a los márgenes del país donde prosperan las economías ilícitas, que ha sido la base del ‘desarrollo’ rural por un siglo y un motor del conflicto armado.
Aún está por verse la letra menuda de lo acordado, que ocupa múltiples páginas, según se sabe. Pero, en un claro mensaje a los actores poderosos del campo, el jefe negociador del Gobierno precisó que estas decisiones no afectarán la propiedad privada y que, como lo dice el acuerdo, todos estos procesos tendrán lugar “con sujeción al ordenamiento constitucional y legal”.
Un efecto inmediato
Más allá de su signicado de fondo, este anuncio da a las conversaciones en Cuba un respiro del cual estaban necesitadas luego de seis meses de no producir resultados contundentes.
Es probable que el respaldo frente al proceso entre la opinión pública muestre un repunte en las encuestas. Y que, como dijo el senador Iván Cepeda, lo conseguido reste argumentos a los críticos del proceso. Aunque, también, les puede dar razones para señalar que se está acordando con una organización sin legitimidad, como las FARC, la suerte del campo colombiano.
El caso es que el proceso, que llevaba seis meses en el primer punto de la agenda, pasa al siguiente. Habrá que ver cuánto tiempo toma lo que viene, que tiene que ver con el espinoso tema de la participación política. No sólo la de las FARC –un tema por el que el procurador y el fiscal ya están enfrentados, pues está ligado al de si los guerrilleros pagan cárcel o no–. Como lo anunció Iván Márquez el domingo esta guerrilla espera convertir ese segundo punto en “la apertura al trascendental debate en torno a la democracia colombiana”.
Más allá de las obvias diferencias que aguardan en el camino, el anuncio tiene un evidente efecto en la pugnaz coyuntura política y la temprana campaña electoral en las que está inmerso el país. Y le da al proceso de conversaciones en La Habana un segundo aire. En particular, frente a sus críticos, quienes se van a ver en dificultades para generar argumentos convincentes frente a un proceso que arroja su primer resultado claro.
Acuerdo incompleto; lenguaje común
Evidentemente, se trata de un acuerdo en el papel y cuya aplicación está por verse. Colombia tiene una tradición de intentos fallidos de cambios profundos en el campo que enfrentaron poderosas resistencias y terminaron por no concretarse.
Ambas partes dejaron claro que se trata de un acuerdo aún incompleto, “con salvedades puntuales que necesariamente deberán ser retomadas”, según dijo Márquez. Es decir, pese a que se anunció que pasan al segundo punto de la agenda, el primero aún no está terminado. Se avanzó en cinco de los seis subpuntos que componen el tema rural. El sexto, seguridad alimentaria, y quizá otros elementos, aún están pendientes.
Tanto el comunicado conjunto como De la Calle en su intervención insistieron en que se trata de un acuerdo parcial que, de acuerdo con las reglas acordadas, sólo quedará vigente cuando se acuerden los demás puntos de la agenda. “Nada está acordado hasta que todo esté acordado” es el mantra de esta negociación.
Las partes, como es previsible, reivindicaron cada una su punto de vista. “Allí están plasmadas las ideas de justicia que los de abajo han querido que se les escuche y se les reconozca”, dijo Iván Márquez. De la Calle, por su parte, señaló que lo pactado puede “crear un círculo virtuoso de bienestar y estabilidad en el sector rural colombiano”.
Más allá de las obvias diferencias, la decisión de pasar al segundo punto de la agenda aunque el primero no esté ‘redondo’ tiene probablemente que ver con las demandas del proceso frente a la opinión pública, los medios y los tiempos del proceso político en Colombia. En seis meses, el proceso debía producir algún resultado contundente y desde hace dos o tres rondas de conversación, venían creciendo las expectativas por resultados. Con este anuncio, las partes lo proveen y le dan al proceso un segundo aire.
Y, a un país que empezaba a ver con impaciencia el pausado ritmo de las conversaciones en La Habana, que empezaron formalmente el 19 de noviembre del año pasado, le ofrecen, además un resultado subliminal. Un elemento que quizá pase inadvertido pero que es esencial en toda negociación: dos partes enemigas, enfrentadas en una guerra de casi medio siglo, no sólo producen un acuerdo, sino un lenguaje común. Si bien nada puede estar más alejado que los discursos de las FARC y el Gobierno sobre el agro, su comunicado conjunto de este domingo deja claro que han logrado, quizá por primera vez en la historia del conflicto armado, hablar el mismo idioma.
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