El beso de los invisibles: la historia de un grafiti
Salvo por un excesivo movimiento en la calle, aquella es una mañana como cualquier otra. Diana y Hernán se miran, con el sueño aún pegado a los ojos, y se reconocen con una sonrisa.
Sigue siendo temprano; la noche anterior fue larga, fría, dura, por lo que tanto el cansancio como el sueño persisten. La verdad es que desde hace años ni Diana ni Hernán duermen, sólo dormitan; viven en un duermevela continuo en el que el día y la noche se confunden: las largas caminatas por callejas oscuras y tenebrosas, Hernán y los amigos riendo bajo la luz mortecina de un farol, el tinto con cigarrillo de la madrugada…
Hernán se sobresalta y despierta. En la calle el ajetreo continúa y todo el mundo parece afanarse. Hernán mira a Diana que muy pegada a él duerme con la boca entreabierta. Sin miedo, confiado, Hernán enloquece al verla así, abandonada a él. La agitación afuera ha ido aumentando pero Hernán no lo percibe. Aquella y todas la mañanas Hernán vuelve a verla como la conoció hace ya tiempo. Otra mujer y la misma, con la carga del mundo sobre sus hombros y con esa necesidad de ser protegida, cuidada, de ser rescatada.
Diana abre súbitamente los ojos, pero la mirada de Hernán sobre ella, tan cerca, tan dulce, la tranquiliza. Ha sido el único que la ha amado ¿Cómo no abandonarse a este hombre tosco, recio, que la ha cuidado y protegido por tanto tiempo? ¿Es que acaso no reconoce ella en esa mirada la gentileza y el amor que nadie más le ha demostrado? ¿No es acaso ella la única que lo ve cuando los demás lo desprecian, le temen, lo rechazan? ¿Cómo no abandonarse a este hombre que se pierde y se trata de salvar con ella?
En la calle el barullo le da paso al bochinche. Definitivamente algo extraño está ocurriendo pues además de los ruidosos vecinos de siempre, la calle se va llenando de forasteros.
Las miradas de Diana y Hernán se encuentran; allí recostados, dos amantes se vuelven a conocer. A su alrededor el ruido desaparece. Quietud. Silencio. Diana esboza algo similar a una sonrisa que sólo Hernán puede y sabe interpretar. Están solos. Ahora están tan cerca que sus caras se rozan. El beso los funde. A su alrededor todo se desvanece: el frío, la calle, las personas, el bullicio, el tumulto, la policía apartando a la gente para que pasen los importantes, las cámaras, los flashes…
Nada existe en ese instante, ni siquiera ellos.
El beso los hace invisibles en el momento en que un flash cegador los captura, ocultos bajo el manto de la invisibilidad y protegidos de los afanes de un mundo que a su alrededor enloquece. La fotografía interrumpe por un instante la visita que dos políticos oportunistas hacen a la calle del Bronx.
Hernán y Diana, recostados en su andén no se enteran, sino hasta tiempo después, de que el Presidente de la República y el Alcalde Mayor de Bogotá pasaron por su lado sin determinarlos, cual si fuesen un trazo de color sin forma de ese grafiti con el que Vértigo inmortalizaría su beso.
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