El arte de contar la guerra
“Permanezca en La Habana. Usted ponga las imágenes, que yo pondré la guerra”.
(Telegrama de Randolph Hearst a Frederic Remington)
1. La realidad
La primera vez que escuché hablar de guerra fue por boca de mi tío Francisco, orgánico del Batallón Colombia, quien había participado en la expedición militar que fue a combatir a Corea. Mi tío narraba sus aventuras bélicas mientras mi abuela descalza y con las tetas al aire – sólo vestía una pollera porque decía sentirse abochornada por la canícula caribeña – asaba mazorcas sobre un fogón de piedra. Mi abuelo, ciego, se entretenía con un loro que gritaba “Viva el Partido Liberal” y otras veces repetía de manera pertinaz unos versos populares que mi abuela le había enseñado y que hacían referencia a las barbas de Fidel.
Aquello sucedía en un rancho de bahareque y techo de palma donde sólo se llegaba en burro. No había luz eléctrica y nos alumbrábamos con lámparas Coleman y mechones alimentados con petróleo. El agua para el consumo procedía de un depósito de cemento que recogía las lluvias. Se cagaba en un potrero y los cerdos se encargaban de reciclar nuestras miserias. Hace poco un pariente me contó que todo seguía igual en el rancho. Nada ha cambiado en cuarenta y cinco años, salvó que los abuelos murieron y mi octogenario tío se quedó esperando la ayuda que el gobierno le prometió a los veteranos de guerra y sólo recibe, vaya patria colombiana, el reconocimiento de un gobierno extranjero: Corea del Sur.
2. Las ideas
“Estaban dando la telenovela y por eso nadie miró pa’fuera” dice Rubén Blades en una de sus canciones que recrean esas escalofriantes historias de matones que recorren las calles con pistola en mano en busca de gente que opina o se comporta diferente. Las imágenes de la guerrillera holandesa llegando a Cuba hicieron que pocos miraran hacia fuera. Uno que otro le paró bolas al bosquejo que hizo la delegación de paz de las FARC EP en La Habana con relación al primer punto de la agenda: desarrollo rural.
“Vía Campesina”, escribieron los rebeldes en una escueta glosa y recordaron al autor de La Historia doble de la Costa, Orlando Fals Borda, el visionario sociólogo colombiano educado en las escuelas anglosajonas que propuso un reordenamiento territorial del país basado en factores socioeconómicos reales y no en los caprichos de los caciques electorales. Una apuesta contra el subdesarrollo que fue complementada por el científico colombiano de origen árabe y profesor de Harvard, Emilio Yunis, al intentar una respuesta, desde el mestizaje opresivo, del porque los colombianos “somos así” y no de otra manera, es decir, porqué el país se concentró en la región andina y por tanto las dos terceras partes quedaron en el olvido y sólo cuando allí se cocinó a fuego lento un caldo violento, fue entonces cuando el Estado envío al ejército y la policía para que arreglaran a balas lo que los gobernantes desarreglaron mediante leyes insustanciales y contratos mentirosos.
Los partidos modernos en el mundo y en particular los de inspiración ecologista o ecosocialista, como lo son buena parte de las formaciones europeas, guardan alguna identidad con la agricultura sostenible, uno de los pilares de la llamada “Vía Campesina”. Las cumbres de líderes internacionales están cada vez más comprometidas con estos temas y la tendencia mayoritaria entre las nuevas generaciones es la de conservar un comportamiento acorde con la biodiversidad y su entrelazamiento con los Derechos Humanos.
Por tanto, el esbozo de las FARC EP sobre este tema, no es una representación traída de los cabellos sino por el contrario se engloba entre las ideas vanguardistas que cada vez ganan más adeptos entre los ciudadanos del siglo veintiuno. Son muchos más valientes los miembros de una cooperativa agrícola que se arriesga a sembrar café orgánico o alimentar gallinas con el maíz producido en sus huertas que la acción vandálica de un grupo armado que defiende a ultranza la posesión de miles de hectáreas de tierras que no generan alimentos.
La delegación oficial debe pensar y representar bien su papel ante el país y debe elegir entre seguir defendiendo unas relaciones sociales que son una vergüenza ante el mundo moderno o por el contrario buscar un equilibrio entre la economía rural sostenible y el desarrollo en grande escala. A los colombianos nos encanta comer arroz hasta dos y tres veces al día y no es justo que haya que importarlo y cueste tanto en las tiendas, teniendo unos valles tan fértiles pero desafortunadamente en pocas manos e improductivos.
3. La selva
Cuando escuchaba a mi tío Francisco hablar con nostalgia del Paralelo 38, la Batalla de Incheon o del Perímetro de Pusan nunca pensé que el destino me llevaría años más tarde por los meandros de la guerra. Terminé como iba él en Corea: con un fusil al hombro, llevando cargadores en la cintura y una mochila sobre las espaldas. No había que cruzar tres océanos para combatir porque desde principios de los ochenta la guerra estaba a la vuelta de la esquina. Me fui para la selva con mis ideales y volví de ella con mis ideales. Tuve armas e ideas. Ahora sólo tengo ideas. Las armas quedaron en el pasado.
A veces me pregunto que pensará un guerrillero tiritando de fiebre sobre un pedazo de hule y mojado hasta el culo, cuando escucha en un pequeño transistor de doce bandas la voz entrecortada de un político bogotano que promete “mano dura” contra los terroristas. Igual pienso de un oficial del ejército de tierra que hace un alto en la trocha porque lleva los cojones escaldados y escucha en un transistor de doce bandas a un político de Medellín que cuestiona “la moral del ejército”. Digo esto, porque la guerra ocurre básicamente en las regiones selváticas del país. Qué piensan hacer los negociadores de La Habana con la selva colombiana. ¿Tumbarla? ¿Dejarla? ¿Cuidarla? ¿Sembrarla? ¿Están englobadas las selvas tropicales colombianas dentro del concepto de “desarrollo agrario integral” pactado entre el Gobierno y las FARC EP?
Desde que leí en la manigua Los Pasos Perdidos de Alejo Carpentier no había encontrado en la literatura una descripción tan condenadamente fiel sobre la selva como la que observé hace pocos días en El Arte Francés de la Guerra de Alexis Jenni, obra que ganó en 2011 el exigente Premio Goncourt de las letras galas. Es una obra bañada en sangre y recomiendo su lectura a los cuadros del ejercito y la guerrilla porque nadie mejor que ellos para entenderla. Nadie mejor que ellos para comprender lo terrible que es sobrevivir en la selva. Nadie mejor que ellos para combatir, herir y morir en la selva. Nadie mejor que ellos para decir qué hay que hacer con la selva. No creo, sinceramente, que los políticos de Cali o Barranquilla sepan que hacer con la selva.
Durante años de trashumancia en la selva no sólo vi plantas y animales. Vi también gente. A mediados de los ochenta penetré con un puñado de hombres en la selva húmeda del Pacifico caucano y nariñense a fin de conocer qué había en la parte media de los ríos Micay, Iscuandé, Patía y Telembí. Comprobé que las clases de geografía que recibí en el colegio poco o nada tenían que ver con lo que allí había. La geografía humana, esa que tanto debe interesarnos, podría describir el cuadro así: negros, indios y colonos viviendo en la prehistoria pero utilizados por sus semejantes del siglo veinte para sus mezquinos intereses electorales. Es lógico que algunos de estos últimos que, aún sobreviven cómodamente en alguna opaca oficina gubernamental, estén empeñados en dejar la cosa así. Déjelo así.
http://www.semana.com/opinion/arte-contar-guerra/187986-3.aspx