Democracia y verdad
Las sociedades democráticas se basan en la idea, inaceptable para muchos, de que nadie es dueño de la verdad. Por ello, en una sociedad abierta y libre hay que proteger el derecho de todos a criticar a sus gobernantes, a proponer cambios políticos y sociales radicales, a defender opiniones impopulares y que pueden ser equivocadas, delirantes o subversivas.
En la historia colombiana, esta concepción ha entrado en frecuente conflicto con la idea de que las autoridades públicas -los gobiernos o los jueces- conocen la verdad, saben lo que es bueno para todos y pueden castigar a los que propongan cosas que parezcan contrarias al bien común.
La historia de este conflicto es vieja. Antonio Nariño publicó en 1793 la declaración de derechos humanos, que decía que “ningún hombre debe ser molestado por razón de sus opiniones, ni aun por sus ideas religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos del orden público” y por ello sufrió años de cárcel. Algunos abogados lo defendieron y los condenaron como apologistas de las doctrinas malignas de Nariño.
Las primeras constituciones, como la de 1813 de Antioquia, afirmaban que “la libertad de la imprenta es el más firme apoyo de un gobierno sabio y liberal; así todo ciudadano puede examinar los procedimientos de cualquier ramo de gobierno, o la conducta de todo empleado público, y escribir, hablar, e imprimir libremente cuanto quiera”, pero trataron de señalar cuándo había que restringir esos derechos: en las publicaciones obscenas, las contrarias al dogma y las que atentaran contra la honra de las personas.
Algunas sociedades, como Estados Unidos, han creído que la libertad de expresión es tan importante que protege incluso la defensa de ideas subversivas o la invitación a hacer revoluciones o derribar gobiernos por las armas: esta libertad produce una democracia más estable y firme que una que busque protegerse callando a los rebeldes y prohibiendo sus ideas.
En Colombia, la ley ha sido más represiva, aunque desde la Constitución de 1991, que prohibió la censura, las visiones democráticas han avanzado. Sin embargo, todavía hay procesos absurdos, como el que condenó a un periodista que atacó a una gobernadora de Cundinamarca y en el que el fiscal sostuvo que, precisamente porque ella era una “persona de sociedad” y “una mujer pública elegida por el pueblo”, era más grave que la acusaran de politiquera o corrupta en un editorial de prensa.
Esta sentencia, así como la petición del gobierno o la Procuraduría de que se sancione a Piedad Córdoba por invitar a las comunidades indígenas a seguir buscando el retiro de las bases militares de sus territorios, o la persecución de periodistas que escriben a favor de las Farc, contrasta con la creencia en una sociedad en la que los individuos pueden formar sus opiniones libremente, sin obligarlos a creer ciertas cosas por miedo a la cárcel. Muchas de estas opiniones, o las que acusan de guerrillero o terrorista o paramilitar a alguien por sus creencias, son equivocadas, irresponsables y absurdas, pero crear delitos de opinión pervierte a la sociedad y devalúa el papel del debate y la opinión pública para rechazar lo que deba rechazar.
Similar falta de confianza en la democracia muestran los jueces que usurpan la función de hacer las leyes, cuando juzgan malas las que hace el Congreso, como el juez que dejó sin vigencia una ley de revisión de vehículos. En una democracia, el Congreso, elegido por los ciudadanos, hace las leyes, y a veces las hace mal, pero esto se corrige mediante el debate público y el derecho a elegir nuevos congresistas. Pero la impaciencia de los que creen que el error no tiene derechos se está imponiendo, mientras se debilitan la libertad de expresión y la separación de poderes, bases elementales de una sociedad libre.
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