“Déjà vu”

Lugo de la masacre de al menos cinco campesinos en las inmediaciones rurales de Tumaco, volvimos a sentir cómo la guerra nos respira en la nuca. Que no se nos olvide que el conflicto colombiano siempre ha sido por la tierra: quién la posee, quién la usa, quién puede llegar a habitarla. A eso se sumó, luego, que somos uno de los pocos países en donde se da la mata de coca, uno de los cultivos más rentables del mundo, no solo porque sirve para hacer perico, sino también por sus miles de propiedades benéficas para la salud, que sí han sabido reconocerse en países como Bolivia, por ejemplo, y que en algún momento fue llamada “la mata que mata” por algún copy publicitario citadino e ignorante.

Pero somos un país cocalero también por la brutal desigualdad que se vive en Colombia. Si yo fuera una campesina olvidada por el Estado, viviendo en un lugar sin infraestructura, garantías, carreteras, educación ni oportunidades, también estaría cultivando eso mismo. Es un asunto de supervivencia. Y esto quedó claro la semana pasada, cuando la erradicación forzada de los cultivos de los campesinos de Tumaco terminó en una “confusa” batalla en donde los responsables podrían ser algunos integrantes de la Policía Nacional. Luego, cuando la ONU mandó una comisión de verificación con un equipo de periodistas, encontraron que el terreno de la masacre estaba convertido en un peladero en medio de la selva dizque “para hacer un helipuerto”. Los periodistas de Pacifistacontaron cómo les tocó ver los entierros, el llanto y las evasivas de los campesinos que, aunque no señalaban culpables, coreaban una verdad evidente: si les arrancan los cultivos de coca a cambio de nada, se van a morir de hambre.

Más adelante esta misma comisión fue intimidada con explosiones. Miembros de la fuerza pública usaron ráfagas de fusil y bombas aturdidoras en contra de la comitiva humanitaria para luego lamentarse en un comunicado oficial de la Policía explicando que “un grupo indeterminado de personas intentó ingresar a la fuerza por la parte posterior de la base, circunstancia que conllevó a que los uniformados activaran dos granadas de aturdimiento que no dejaron heridos”. Desde Bogotá esto se denominó como una “actuación irregular”, pero la cosa es tan regular que ante la primera explosión, según cuentan los periodistas, los campesinos ni se mosquearon.

Si algo puede concluirse del incidente es que esa fuerza pública que debe estar allá para cuidarnos nos ve como enemigos, a los periodistas y a los foráneos, pero sobre todo a los mismos campesinos. Y esta ironía es dolorosa, porque policías y campesinos no son opuestos. Al contrario: son la misma gente jodida que en este país hace lo que puede con lo que tiene y que solo se diferencia por haber ido a parar en bandos diferentes. Pero al final, son pobres matando a otros pobres. Esto también nos dice que a la Policía no le ha llegado el memo de la paz, o quizá sí, pero no importa, porque llevamos más de un siglo dividiendo a los colombianos entre malos y buenos y como resultado final solo nos queda un gran déjà vu histórico que no nos ha dejado ni cambiar, ni entender nuestra violencia.

 

Autora: Catalina Ruiz – Navarro

Fuente: https://www.elespectador.com/opinion/deja-vu-columna-717634