De la paz y la política
Hay que ir al sur para entender cuán distorsionada es la imagen que tenemos de nuestra realidad.
Imagine a la familia del 301 de su edificio, que, por cierto, tiene paredes muy delgadas. Todos saben que la pareja se lleva muy mal y que hay violencia en casa. Con frecuencia, los vecinos se han reunido para hablar del tema y con desmayo ven cómo la familia prefiere su estructura disfuncional y se niega a escuchar razones o a buscar salidas. “Aquí todo está mejorando”, le dicen cuando se los encuentra en la escalera por la mañana. Pero usted sabe, porque escucha los gritos en la noche y refugia a los hijos de sus vecinos en su casa, que eso no es del todo cierto.
Imagine esa escena trasladada a la realidad latinoamericana. Hay que moverse al sur y reunirse con los grandes operadores de la política en este continente, para entender cómo ven ellos el conflicto en Colombia y su interés en ser tenidos en cuenta en las soluciones, porque lo sufren a su manera, pero en carne propia, porque escuchan los gritos en el mismo idioma y les abren la puerta y les proporcionan refugio a compatriotas que han huido del horror y que les transmiten una versión de lo que pasa en nuestro país muy distinta a la que les comunican nuestros diplomáticos.
Ni hablar de cuánta de nuestra violencia se ha instalado en el vecindario ni de cuánto esta realidad obstruye el desarrollo en el continente. Ni siquiera México, en su peor momento y triplicando nuestra población, alcanza las cifras de homicidios que tiene Colombia hoy, en estos tiempos en los que disfrutamos de los “éxitos” de la seguridad democrática.
Hay que moverse al sur para entender cuán distorsionada es la imagen que tenemos los colombianos de nuestra propia realidad. Si eso es producto del efecto hipnótico que nos causó el gobierno autocalificado por José Obdulio Gaviria como el de los “hipócritas perfectos” y sus casi perfectas mentiras o hace parte de ese estado permanente de negación al que nos suscribimos voluntariamente, no se sabe. Lo cierto es que hay una dimensión de la seguridad que con frecuencia ignoramos, la seguridad de nuestros vecinos, que debería convocar entre nosotros una obligación evidente: la de escuchar con respeto su perspectiva del problema y con humildad sus reclamos.
Una buena manera de hacerlo es sacando a la Unasur del gueto conceptual en el que la clasificó el uribismo. Unasur no es ni el patio de jugos de Hugo Chávez, ni el coro de los lamentos de Rafael Correa. En el corazón de Unasur están Brasil y Argentina, autores y promotores esenciales de la iniciativa más audaz que ha visto este continente en décadas, que por ser una plataforma política más que de integración económica propugna mecanismos para ventilar asuntos de fondo no desde la solidaridad del observador preocupado, sino desde la perspectiva de un continente que sufre directamente los efectos de un conflicto que desafortunadamente no cesa y cuyos efectos amenazan la paz y la estabilidad de nuestra región.
Lo que sucedió esta semana pasada en Argentina, en el marco del evento ‘Haciendo la paz en Colombia’, tiene una trascendencia que no puede pasar desapercibida. No hablo, por supuesto, del absurdo rifirrafe entre Uribe y Pérez Esquivel. La silenciosa presencia y la cuidadosa observación que hicieron del evento operadores de todo el continente debería constituir un mensaje poderoso para el Gobierno y para la plataforma de Unidad Nacional: la política no puede seguir pasando por fuera de los partidos, ni los grandes temas del país deben ignorarse. No se puede hacer la paz por fuera de la política, ni la política puede excluir la paz de su agenda y Unasur es hoy el único espacio viable para repensar la política de paz en Colombia. Así de simple.
Twitter @nataliaspringer