Culturicidio por Rodolfo Arango
Muere abaleado Manuel Ruíz, líder de las víctimas que luchan por la restitución de sus tierras en el Chocó.
Una muerte anunciada. Como en el cuento de García Márquez. Pero con ribetes más trágicos que el de las historias de amor y deshonor en la Costa. Ni la intervención de la Corte Constitucional pidiendo la protección de las autoridades militares y de policía pudo impedir su asesinato, presuntamente a manos de las ‘Águilas Negras’.
Su muerte se suma a la de cientos de líderes, en especial mujeres, que han caído en la trampa de una solución mal diseñada y peor aplicada. Una ley posconflicto para tiempos de conflicto. Una normatividad generosa, para una sociedad pacificada con un Estado fuerte, diligente y actuante, aplicada en un contexto de narcotráfico, violencia y abandono institucional.
Quien se atreve a señalar el entuerto y sus nefastas consecuencias es tachado de apátrida, radical y, en el mejor de los casos, de idealista ingenuo. Todos tendríamos que rodar al Gobierno en su proverbial negligencia. La dosis de fascismo antes reservada a intelectuales funcionales al régimen se extiende incluso a la academia seria dedicada a la consultoría.
En el fondo el desastre de la Ley de Víctimas obedece a otras razones. Vivimos las consecuencias de una política de orden público irreal y basada en la mentira. Los verdaderos responsables de la actual inseguridad son Álvaro Uribe Vélez y el pensamiento vernáculo que representa. Nunca los funcionarios del Estado han debido pactar con criminales. Así tuvieran que vencer a un enemigo común como la guerrilla, el matrimonio de políticos, militares, empresarios y paramilitares ha llevado al país a un monumental ‘culturicidio’.
Millones de campesinos, indígenas y afroamericanos han sufrido la destrucción de su cultura, desterrados y desplazados hacia los centros urbanos, con sus vínculos familiares y personales destruidos y sus existencias arruinadas.
La creación de una burocracia centralizada para administrar la calamidad humanitaria, poco o nada podrá hacer contra los poderes de facto y la impotencia administrativa para reparar los lazos comunitarios. Para empeorar, luego de la mentira de haber desvertebrado al paramilitarismo, hoy convertido en medusa de mil nombres, viudos y enfermos de poder enfrascan al país en un fuero militar propio de bárbaras naciones y no de una democracia constitucional que lucha por institucionalizar el uso racional, proporcionado y controlado de la fuerza armada.
La Ley de Víctimas, tiquete liberal para volver al gobierno y principal bandera social del gobierno Santos, no capta el fenómeno acaecido que, a ciegas, intenta regular. La destrucción de lazos culturales de las poblaciones del campo es de tal magnitud que hace responsable al país entero por la injusticia. Nada hay en este diagnóstico de maximalista.
Una pequeña dosis de realismo permite entender que ni administradores, jueces, notarios o policías podrán remendar el mundo simbólico y afectivo diezmado por el odio y la acción de las armas. Sólo la asunción plena de las múltiples y diversas responsabilidades (no culpas) por esta y las futuras generaciones podrá permitirnos superar el sufrimiento y la crueldad infligidos a las víctimas. Sin obviar que Fiscalía y jueces deben investigar y sancionar a los actores y beneficiarios directos de esta hecatombe humanitaria, nos convendría examinar la responsabilidad que nos cabe a todos por el culturicidio y asumir colectivamente las medidas necesarias para procesarlo y corregirlo.
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