Crónica de una liberación en peligro, por Daniel Samper, miembro de comisión que trajo a uniformados
Supimos que la operación estaba en problemas poco después de aterrizar en un paraje de la selva, a las 9:05 a.m. del domingo pasado.
¿No oyen ruidos de avión? -preguntó muy serio uno de los guerrilleros que acababan de dar la bienvenida a la comisión encargada de recuperar a cuatro miembros de las Fuerzas Armadas en poder de las Farc. “Rehenes”, los llama la Cruz Roja; “prisioneros”, los denomina la guerrilla.
Iban a ser los primeros de seis que la guerrrilla estaba dispuesta a liberar como “gesto humanitario” gracias a las gestiones de Colombianos y Colombianas por la Paz (CPP), un grupo de miles de ciudadanos encabezados por la senadora Piedad Córdoba que propone un camino negociado para finalizar la guerra.
No. No habíamos oído ruidos de avión porque lo impedía el estrépito de las aspas del helicóptero de la Fuerza Aérea Brasileña que nos trasladó allí a los dos delegados de la Cruz Roja (CICR), el médico de la institución, Pierre Hoffer, y los cuatro garantes de CPP, con Piedad Córdoba al frente. Pero, silenciadas las aspas, el zumbido alto, constante y lejano de los aviones se escuchaba a la perfección. Solo lo interrumpían los cantos de un pájaro mochilero en un árbol vecino.
Son aviones del Ejército -explicó el jefe del pequeño grupo de once guerrilleros-. Están rondando desde ayer y hoy no han parado.
Alguien preguntó, esperanzado, si no correspondería a vuelos comerciales. Pero ya sabíamos que solo se realizan cuatro al día desde Florencia, nuestro punto de despegue antes de que Piedad revelara las coordenadas del sitio donde pensábamos hallar a los guerrilleros.
Los aviones comerciales vuelan más bajito y no dan vueltas sobre nosotros -explicaron los de las Farc, que han aprendido en la selva a aguzar al oído frente al peligro-. Son aviones espías de la Fuerza Aérea, aviones plataforma de los gringos.
Existía un acuerdo con el Gobierno Nacional en el sentido de que, durante el día de la liberación y parte de la víspera, se suspendería todo vuelo militar. El acuerdo no se estaba cumpliendo.
En estas condiciones -añadió el jefe guerrillero con serenidad pero con firmeza-, la entrega de prisioneros está suspendida.
Enseguida entregaron unas flores a Piedad y nos repartieron gaseosas a todos. Hablamos con los delegados de la Cruz Roja. Estaban tan sorprendidos como nosotros por esos ominosos vuelos que no cesaban de rugir desde el cielo nuboso.
¿Qué hago yo aquí?
Yo había aceptado ser garante del proceso de rescate de seis rehenes en tres sitios distintos del país durante casi una semana porque me lo pidieron los directivos de Colombianos por la Paz. Respaldado por El TIEMPO, me quité la camiseta de periodista para cumplir esta misión y vestí la de observador imparcial. Con la aprobación del Gobierno, la Cruz Roja y las Farc (como todos los demás participantes), me había subido el viernes 30 de enero al avión que nos llevó a la base de São Gabriel de Cachoeira, en Brasil; un día después había regresado a Colombia en un helicóptero Cougar de los brasileños para recuperar los secuestrados. Formaban así mismo parte del equipo de CPP, junto con Piedad, el periodista Jorge Enrique Botero y la discreta e inteligente directora de la Casa de la Mujer, Olga Amparo Sánchez.
Sabía, por abogados a quienes consulté, que ser garante no es un honor, sino una responsabilidad que goza de estatus jurídico en los convenios internacionales. El garante vigila que se cumplan las reglas de juego. Si todo sale bien, es un paseo. Si algo falla, su tarea puede convertirse en una pesadilla.
Allí, en las selvas del Caquetá, mi paseo como garante estaba a punto de convertirse en pesadilla. Abrí bien los ojos y preparé la libreta de apuntes, pues, a las 10 a.m., como los vuelos no paraban, la misión era un fracaso. La guerrilla, inquieta por la sombra de esos animales metálicos que vigilaban desde lo alto, ya no iba a entregar a los agentes de Policía antisecuestros Wálter Lozano, Juan Fernando Galicia y Alexis Torres, ni al soldado William Giovanni Domínguez. Temiendo una trampa, las Farc se habían replegado.
Sobrevuelos ominosos
A través de un poderoso teléfono satelital, Thierry Grobet, adjunto al jefe de la Cruz Roja en Colombia, buscó al Comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo. El celular estaba desconectado. A las 10 y 47 los vuelos seguían y Grobet -suizo casado con colombiana- se comunicó con sus superiores en Bogotá y pidió enterar de la crítica situación a Juan Manuel Santos, ministro de Defensa. Grobet era el responsable inmediato de nuestra misión. Christophe Beney, su jefe, intentaría hablar con Santos y nos contaría el resultado de la gestión.
Quedamos a la espera. Los vuelos continuaban. Todos los oíamos. Ya completaban por lo menos hora y media. ¿Un avión? ¿Dos? Difícil saberlo. Pero hasta los más bisoños nos dábamos cuenta de que no eran viajecitos de Satena.
Un rato después, Christophe llamó e informó. Había hablado con el Ministro y este, sin atribuirles mucha importancia, reconoció que se trataba de aviones militares de la Base de Tres Esquinas. Pero que inmediatamente ordenaría suspenderlos. Quince minutos después, el ruido había desaparecido.
Esa noche, al llegar con los cuatro ex rehenes a Villavicencio, nos enteramos de la confusa situación: el Comisionado negaba que hubiera habido vuelos, pero Santos reconocía que sí y hablaba de un acuerdo para operaciones militares aéreas por encima de los 20.000 pies. A su turno, el general Freddy Padilla, comandante de las Fuerzas Armadas, hizo chistes en el sentido de que nosotros estábamos en “un pic nic con las Farc” y aducía que se trataba de “vuelos humanitarios” para proteger a los comisionados de la Cruz Roja en caso de emergencia.
(Respetuoso mensaje al general Padilla: no son chistes lo que un ciudadano espera en tan dramáticos momentos de una autoridad como de su categoría. Hicimos cuanto pudimos para rebajar el ambiente de inseguridad creado por los aviones militares. Y lo logramos. En cuanto a los “sobrevuelos humanitarios”, el General sabía bien que el segundo helicóptero brasileño estaba listo en Florencia para acudir ante cualquier eventualidad. Para eso no se necesitaban sobrevuelos).
Los compañeros de la Cruz Roja, hoy puedo decirlo, estaban tan estupefactos como nosotros. ¿Hubo acuerdo para que volaran aviones militares por encima de determinado punto? Patricia Danzi, jefe de operaciones latinoamericanas de la CICR y presente en el escenario selvático, me dijo: “He asistido a muchas misiones parecidas a esta en varios países del mundo. Jamás, por ningún motivo, la Cruz Roja permitiría aviones militares en una operación tan delicada”.
El ruido de los motores se había silenciado, pero sus efectos eran devastadores. La guerrilla, oliendo una celada, se hallaba replegada y escondida. Pese a su coraza diplomática, los miembros de la Cruz Roja no podían ocultar su disgusto e inquietud. Los miembros de CPP estábamos convencidos de que se trataba, en el mejor de los casos, de un aprovechamiento indebido que hacía el Gobierno de las circunstancias y, en el peor, de una tarea de hostigamiento que buscaba el fracaso de la entrega para inculpar de ello a las Farc y hacernos quedar en ridículo a los demás.
Ni siquiera ahora podría decir qué se proponían los vuelos. Si fue un error de buena fe, es tan burdo que merece establecer culpas por omisión. Si fue un acto deliberado, alguien tiene que responsabilizarse. De todos modos, considero mi deber que el país sepa lo que pasó.
La misión se restablece
En ese momento la liberación estaba embolatada y habíamos perdido tres valiosas horas. La consigna de todos fue optar por el sosiego, seguir adelante y convencer a las Farc de que había garantías suficientes para culminar con éxito la operación.
Nos tranquilizaba saber que estaban allí los militares brasileños con su helicóptero en medio de la manigua. Su presencia tranquila y profesional era un aval para continuar.
La guerrilla atendió las razones de quienes insistíamos en no presentarnos en Villavo con las manos vacías y algún jefe, por un radio especial, comunicó al grupo de recepción que nos condujera hasta donde se hallaba el destacamento grande. Cuatro guerrilleros desarmados subieron al helicóptero y a las 12 y 36 partimos con el rumbo que uno de ellos indicó al piloto. Fue un viaje corto hacia un sitio desconocido. Empezamos a aterrizar en un paraje de colinas rodeadas de matas de monte. Con gran sorpresa vi que alguien filmaba nuestro arribo: en medio del huracán que desataban los rotores, reconocí a mi colega Hollman Morris al lado de un camarógrafo.
Nos recibieron en forma amable los comandantes Jairo Martínez y Luis Emiro Mosquera. Estábamos rodeados por dos cordones de guerrilleros bien uniformados, jóvenes y armados poderosamente. Eran quizás cien o más de cien. Abundaban las mujeres. Un cordón cercano rodeaba la zona de aterrizaje y veíamos la silueta más lejana de los del cerro como ven los vaqueros solitarios el perfil de las formaciones abrumadoras de sioux en las películas del Oeste.
Bajo un tenderete de lona, y sentados en sillas de plástico que aún tenían marcas de propaganda electoral, conversamos con Martínez y Mosquera. De manera enfática protestaron por los sobrevuelos y expresaron su temor de que el Gobierno los estuviera engañando. Hablaron de un enfrentamiento reciente en la vereda Doce de Octubre que dejó un guerrillero muerto y otro desaparecido. “Aún estamos aquí -nos dijeron a Piedad y compañía- por ustedes, los representantes del grupo de ciudadanos por la paz.” Nosotros entendimos que ese voto de confianza conllevaba una seria responsabilidad pero podía ser, al mismo tiempo, el instrumento para liberar a los muchachos de la Policía y el Ejército, a pesar de la anómala situación que vivíamos.
No creo necesario revelar detalles de la charla entre los jefes guerrilleros y la Cruz Roja, que conocí como garante, pero es importante decir, para entender la situación, que las Farc manifestaron haber perdido la confianza en esa institución internacional.
Enseguida nos hicieron oír una grabación que, según explicaron, había captado horas antes uno de sus radios. En ella, la base (¿Tres Esquinas?) se comunicaba con un piloto, enmendaba unas coordenadas, insistía en fotografiar cuatro puntos y planteaba adelantar “una búsqueda sobre tierra”. La palabra “tierra” implica infantería, y los jefes de las Farc temían que el Ejército ya estuviera tratando de localizar al grupo que iba a entregar a los rehenes.
Fue en ese momento cuando Botero consideró que la situación era crítica y cometió el error, sin consultar a nadie, ni siquiera a sus compañeros de grupo, de emitir un flash noticioso que alertara sobre el estado de cosas.
La batalla contra el reloj
La Cruz Roja relató el episodio con el ministro Santos y nos dispusimos a conversar y esperar. Los miembros de CPP les expusimos los ideales de justicia social que compartimos con ellos, pero condenamos con toda claridad sus métodos: el secuestro, la lucha armada, la muerte de inocentes. Así lo hemos hecho en nuestras cartas a las Farc a favor de un acuerdo humanitario, llave que abrió la entrega de estos rehenes. Nos oyeron con respeto y presentaron también sus puntos de vista. Contaron historias escalofriantes, como la de la familia del propio Jairo Martínez, asesinada en su presencia cuando niño por los chulativas en Planadas (Tolima).
Las horas pasaban. Nos ofrecieron sancocho y gaseosas. Pienso que la guerrilla había enviado algunos grupos de avanzada para verificar si se registraba movimiento de tropas y, de todos modos, quería alargar la tarde lo más posible en compañía de nosotros, los brasileños y la Cruz Roja. Nuestra presencia los amparaba. La noche es aliada de quienes se esconden en la selva. Por eso casi nunca caminan de día.
Esta aspiración estratégica, totalmente comprensible dado el ambiente de sospecha e incertidumbre creado por los sobrevuelos, conspiraba contra nuestros relojes. Para realizar un vuelo seguro de dos horas -distancia calculada hasta Villavicencio- necesitábamos volar con luz de día, aunque fuera crepuscular. Salir después de las 4 p.m. implicaba un riesgo.
Lo peor es que aún estaba en alerta el grupo guerrillero y en suspenso la liberación. Nos dedicamos entonces a reconstruir un ambiente que rebajara las tensiones. Mosquera, un antiguo dirigente sindical comunista que se refugió en las Farc porque estaban asesinando a sus colegas, quiso que le oyéramos sus composiciones: nos cantó una ranchera, una guasca y un pasaje llanero. (Más tarde oímos también al soldado Domínguez, que interpretó una canción compuesta bajo las cadenas de su atroz cautiverio de dos años. Era distinta a la que cantó por televisión esa misma noche).
Por petición de Martínez, Piedad saludó de mano a muchos guerrilleros. Ya eran las tres y media. Nos estábamos pasando del límite, porque la guerrilla exige dos horas de espera después de su salida; necesita tiempo para dispersarse y esconderse. Piedad explicó la situación a los dos jefes y les propuso que aceleraran la entrega de los rehenes y nos rebajaran el plazo de espera a solo una hora. De lo contrario, un vuelo nocturno por los farallones orientales nos exponía a todos. Martínez y Mosquera aceptaron.
Poco después aparecieron con los cuatro muchachos, que abrazaron emocionados a Piedad y luego a cada uno de nosotros. Parecía increíble, pero habíamos logrado liberarlos. En ese momento llegaron noticias de que había “movimientos raros” en veredas cercanas (finalmente no fue así, pero era imposible saberlo entonces). Con rapidez, los hombres de las Farc formaron, cantaron su himno y se despidieron. Cinco minutos después no quedaba un solo guerrillero. Cincuenta y cinco más tarde salimos con los antiguos cautivos hacia Villavicencio. Hollman Morris pidió a la Cruz Roja que lo subiera al helicóptero con su camarógrafo, pero el delegado consideró que violaría los protocolos del viaje.
Llegamos a las 6 y 53, con la alegría de entregar los muchachos a sus familias tras una jornada de nervios y tensiones. Pero el día aún no había terminado para nosotros.
Noche de vetos
Nos esperaba una reunión con el Comisionado de Paz en una oficina del aeropuerto. Quería reclamar por la noticia que había emitido Botero, algo de lo que nos enteramos en ese momento. La ocasión era oportuna, porque nosotros también teníamos reclamos que hacer, como garantes, por la insólita interferencia de los sobrevuelos militares. Acudimos a entrevistarnos con Luis Carlos Restrepo y sus tres asistentes. Estábamos presentes, además, los dos delegados de Cruz Roja y los cuatro de CPP. Restrepo pidió que habláramos con franqueza y cedió la palabra a Piedad.
Esta explicó la indignación que nos produjo la situación creada a despecho de todos los acuerdos y dejó claro que, si se había podido entregar minutos antes los cuatro cautivos a oficiales del Ejército y la Policía, era debido a la labor de convencimiento realizada por nosotros, a la garantía que ofrecía la presencia de los brasileños y al trabajo de la Cruz Roja. Luego me pidió que hablara yo.
Le anuncié a Restrepo que iba a ser tan claro como la situación exigía. Protesté por la irresponsabilidad de los sobrevuelos y dudé de que fueran una acción inconsulta del general Padilla.
Sus palabras son muy duras- me reprochó Restrepo.
Lo que ustedes hicieron es más duro- le repliqué, más o menos-. Yo no vine aquí de florero, sino a cumplir un deber. Este deber es denunciar y contar lo ocurrido y exigir garantías para las próximas operaciones de liberación.
La Cruz Roja también expuso sus opiniones y luego habló Restrepo. Dijo que, por instrucciones del Presidente, quitaba el respaldo a la presencia de Botero en la comisión y mencionó lo del avance noticioso y el efecto de zozobra que había producido. Piedad, Olga Amparo y yo pedimos unos minutos para reunirnos con Jorge Enrique. Oímos su explicación y consideramos que las circunstancias de zozobra atenuaban su responsabilidad, pero le reprochamos haber violado la promesa de solo emitir información tres semanas después y le pedimos que ofreciera disculpas públicas y se abstuviera de nuevas trasgresiones de los protocolos acordados. Botero aceptó su error ante todos los de la misión y se comprometió a consultar cualquier duda con Grobet. Así las cosas, lo respaldamos y pedí la palabra para que el Comisionado intercediera a fin de que el Presidente le levantase el veto.
Botero nunca escondió su condición de periodista; siempre anduvo con la cámara en la mano; pidió permiso para grabar un documental y todos se lo dieron: el Gobierno, la Cruz Roja y las Farc. Cometió un error, ciertamente, pero fue producto de la situación de tensión que crearon los sobrevuelos.
Estas misiones deben tener un registro histórico -añadí-, y al bajar Botero, se perderá el registro. Sería aconsejable que el Presidente reconsiderara su veto a quien ya reconoció su error.
Mientras el Comisionado se alejaba a consultar con el Presidente en otra oficina, supimos por Botero que algunos de sus colegas lo estaban criticando tanto como el Gobierno, y nos preguntábamos qué suerte estaría corriendo Morris. De todos modos, había que prepararse, porque al día siguiente saldríamos a recibir a Alan Jara, un político llanero secuestrado por las Farc en el 2001 que goza de enorme simpatía.
Pero la ilusión de recuperar a Jara se vino a pique en pocas horas. El Comisionado señaló que el Presidente no solo no levantaba a Botero el veto (no usó esta palabra: era muy fuerte) sino que lo extendía a mí. Yo también había perdido la confianza del Gobierno. No podíamos creer que a una argumentación mía, Uribe respondiera con un nuevo veto. ¿La explicación?
El Presidente dice que esto se está volviendo un espectáculo periodístico-.
La consigna fue: continuar
La disculpa era indignante. Le dije con vehemencia a Restrepo que si tenía alguna queja contra mí como garante, que la expusiera de inmediato, porque yo consideraba haber cumplido mi misión con absoluto rigor. Lamentaba mucho si mi deber de denunciar violaciones a lo acordado, como los sobrevuelos, le molestaban o no. Al no haber reproche alguno por mi trabajo como garante, y ya que Uribe hablaba de “espectáculo periodístico”, parecía claro que me vetaba por ser periodista. Agregué, más o menos: “Como periodista, me tiene sin cuidado el veto de este o cualquier gobierno”. (Para un periodista que se respete, el veto oficial de un gobierno es un diploma de independencia). “Pero nuestra meta es sacar a los rehenes, así que me haré a un lado desde este momento y colaboraré con mi silencio hasta que logremos nuestro propósito.”
Le pedí que enviara al Presidente el mensaje personal de que había cometido una “profunda injusticia”. Quise decir atropello o infamia, pero me moderé.
Restrepo ratificó que solo estaba en pie la credencial de Piedad y en un limbo la de Olga Amparo, a quien no había cómo descalificar. Eran más de las nueve cuando se levantó la reunión.
Unas horas más tarde, al ver desde el hotel el “espectáculo periodístico” del Presidente con los muchachos que acababan de salir de su cautiverio, nos enteramos de que Piedad también había sido vetada por el Gobierno.
El lunes supe que el Presidente había comentado que nunca habló con Restrepo de vetos personales ni recibió entre las 7 y las 10 p.m. ninguna llamada del Comisionado. ¿A quién creerle?
A pesar de todo, acordamos insistir -decisión que apoyaron los miembros de CPP llegados a Villavicencio-, terminar la misión aunque tuviera que ir sola Piedad, abstenernos de todo comentario hasta recuperar al último secuestrado, y mantener abierto el camino de un acuerdo humanitario.
Así ocurrió dichosamente el jueves y, de nuevo con la camiseta de periodista, puedo ahora contar lo que pasó durante aquellas difíciles horas.
DANIEL SAMPER PIZANO
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