Crónica de males de la politica exterior colombiana
El Informe Final de la Misión “Política Exterior de Colombia”, dado a conocer en abril, constituye una lectura tan oportuna como obligatoria. Lamentablemente, ha tenido menos eco del que sería deseable (y saludable) para el país. Tal vez porque la atención de la opinión pública se concentró sobre la reñida campaña presidencial, en la que precisamente se echaron de menos la discusión y el debate sobre nuestra política internacional.
Hay que reconocerle a la Cancillería el mérito de haber permitido que la Misión desarrollara su trabajo con la mayor independencia. Esto permite leer el Informe Final en dos sentidos -ambos igual de sugerentes y pertinentes. Por un lado, como balance y diagnóstico de la política exterior colombiana en general, y de la política exterior de los gobiernos del presidente Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) en particular. Y por otro, como un juicioso inventario de tareas por hacer, algunas de ellas acumuladas desde hace décadas, otras derivadas de la actual coyuntura internacional, y otras revestidas de una urgencia específica y probablemente inédita.
Sería oportuno hacer un esfuerzo colectivo que abarque distintos sectores, para hacer críticamente ambas lecturas. De ello dependerá que en los próximos años, como lo señala el documento, Colombia aproveche la oportunidad que tiene, en medio de los cambios que se registran en el escenario global y regional y en su propia situación interna, para dar un viraje a sus relaciones internacionales y formular una nueva estrategia para relacionarse con el mundo.
El dedo en la llaga
El desafío del país en materia de política exterior puede resumirse apelando a dos formidables títulos de la literatura inglesa del siglo XX: Habitación con vistas, de E.M. Forster (1908), y Una habitación propia, de Virginia Woolf (1928). En efecto, de lo que se trata es de diseñar y ejecutar una estrategia que le permita a Colombia asomarse al mundo (superando su tendencia al parroquialismo, acentuada por la geografía andina) y encontrar un lugar propio en el escenario global, en el que pueda, además, desempeñar un papel protagónico y ejercer algún tipo de liderazgo (pues no carece ni de recursos ni de experiencia acumulada para hacerlo, en especial en relación con ciertos temas que hoy por hoy ocupan un lugar importante en la agenda internacional).
Un buen comienzo sería aprovechar la ocasión que ofrece el trabajo de la Misión para hacer la crónica de los males (crónicos) que padecen tanto la conceptualización como la práctica de la política exterior colombiana, y que a menos de ser sometidos a una terapia intensiva y una cura radical, amenazan con baldar definitivamente la capacidad del país para encontrar y hacerse un lugar propio en el mundo.
Es cierto que las taras de la política exterior colombiana han sido identificadas desde hace mucho. Al volver a poner el dedo en la llaga, la Misión quizás esté repitiendo verdades de Perogrullo. Sin embargo, vale la pena hacerlo: la redundancia es no sólo una figura retórica sino un poderoso instrumento pedagógico, y tal vez, a fuerza de insistir en el catálogo de males, llegue el momento en que éstos reciban la corrección que requieren.
– La política exterior colombiana es esencialmente idiosincrásica y, por lo tanto, padece un déficit de institucionalidad. Esto se refleja en que el manejo de la política exterior depende -excesivamente- del carácter y de las afinidades electivas de quienes toman las decisiones, y en particular del Presidente de la República, en desmedro (y a despecho) de las instancias institucionales (la Cancillería, el servicio exterior, la carrera diplomática). Tal característica repercute negativamente en la racionalidad de los procesos decisorios de la política exterior e inhibe el desarrollo de la estructura burocrática especializada que debería estar encargada de su implementación.
– La política exterior colombiana tiende a ser monotemática y unidireccional. Ya se trate del narcotráfico o de la lucha contra el terrorismo, la agenda exterior colombiana suele definirse en función de un único asunto dominante, lo cual supone dejar de lado otros en los cuales el país también tendría cosas qué decir, intereses qué defender, posiciones qué liderar, iniciativas qué impulsar, pero que suelen ser relegados a un segundo plano y acaban por convertirse en oportunidades perdidas. Al mismo tiempo, la estrechez de la agenda lleva, casi invariablemente, a restringir los contenidos del discurso exterior de Colombia y su repertorio de interlocutores, mientras el diálogo con otros tiende a tramitarse residualmente o se soslaya por completo. Ello implica perder visibilidad y apalancamiento a la hora de intervenir en diversos foros multilaterales.
– La ejecución de la política exterior colombiana es estadocéntrica y excesivamente gubernamentalista. Las representaciones y misiones diplomáticas de Colombia funcionan como verdaderos puentes que conectan al Palacio de San Carlos con otras cancillerías, pero que pasan por alto -literalmente- un amplio y variopinto conjunto de actores sociales (gremios, sindicatos, ongs, instituciones académicas, medios de comunicación, partidos políticos, etc.) cuya influencia se subestima -cuando no se sataniza o desprecia. Dicho de otro modo, la diplomacia colombiana es anacrónicamente westfaliana, y parece tener dificultades para adaptarse a un mundo globalizado e interpolar, en el que los Estados no funcionan (si acaso lo han hecho alguna vez) como actores unitarios y únicos del sistema internacional. En el plano interno, esta tendencia se refleja en la escasa participación que efectivamente tiene la sociedad civil en la discusión de los temas de política exterior, que parece ser coto vedado del Gobierno nacional.
– La política exterior colombiana es preponderantemente reactiva y sólo ocasionalmente propositiva. Existe un enorme “vacío estratégico” en materia de política exterior. Los gobiernos, uno tras otro, fijan metas y objetivos, pero rara vez hacen explícitos los mecanismos y los recursos que es necesario movilizar para lograrlos. De ahí que en la práctica la conducta del país en el escenario internacional esté fuertemente condicionada por presiones y necesidades puramente coyunturales, y se oriente más por intuiciones cortoplacistas que por valoraciones y proyecciones estratégicas de largo aliento. En ese sentido, el país se limita a reaccionar frente a los estímulos externos y las dinámicas globales, y no ha desarrollado la capacidad suficiente para procesarlos e integrarlos, e incluso encauzarlos, aprovechándolos para la promoción de sus intereses.
– La política exterior colombiana sufre con especial intensidad las consecuencias de la improvisación con que en Colombia se diseñan (y ejecutan) las políticas públicas. Todo lo dicho hasta aquí quizá puede sintetizarse en una sola palabra: improvisación. Algo de lo que adolece buena parte de las políticas públicas en Colombia (en materia social, en la búsqueda de salidas negociadas a la confrontación armada, en atención a la población desplazada, en educación, ciencia y tecnología, etc.), y que en el caso de la política exterior deja sentir su impacto en dos aspectos principales. El primero tiene que ver con la forma en que la política exterior se diseña (y ejecuta, sobre todo) sin tomar en consideración el cálculo de los costos y los beneficios que entraña cada decisión; y por si fuera poco, con la pretensión de que dichos costos pueden ser fácilmente eludidos o evadidos. El segundo, con la enorme frecuencia con que las decisiones de política exterior parecen tomarse y aplicarse fuera de contexto, como si respondieran a una realidad paralela o virtual que nada tiene que ver con la problemática interna colombiana ni con las actuales dinámicas internacionales.
¿Otra vez hacia el cuarto de San Alejo?
Hecho este catálogo, y teniendo a mano el voluminoso conjunto de recomendaciones formulado por la Misión (165 en total, muchas de las cuales atañen, con gran acierto, a asuntos en apariencia internos que sin embargo tienen una importante repercusión en el plano exterior), cabe preguntarse a quién corresponde ahora evitar que el Informe se convierta en otra pieza de colección, perdida en algún anaquel de la Cancillería.
Aún con la mejor voluntad, la próxima Administración no podrá -por sí sola- cumplir el cometido de transformar la política exterior colombiana. Para empezar, las taras antes señaladas tienen un enorme peso histórico y han generado inercias y rutinas que costará años de esfuerzo vencer. Un esfuerzo que el gobierno quizá llegue a iniciar, pero quién sabe si logre sostener.
De ahí que no quede otra alternativa que buscar que esa transformación se impulse desde afuera. Por ejemplo, desde los programas de ciencia política y de relaciones internacionales de las universidades, desde las organizaciones sociales, desde los medios de comunicación… Ese es también el mejor camino para que la política exterior colombiana se convierta, finalmente, en una verdadera política de Estado.
* Abogado, licenciado en Filosofía e Historia, máster en Análisis de Problemas Políticos, Económicos e Internacionales Contemporáneos, profesor de la Universidad del Rosario y de la Academia Diplomática de San Carlos, investigador del Centro de Estudios Estratégicos Sobre Seguridad y Defensa Nacionales.