Colombia: un país que ha aceptado el machismo
La reacción de los medios y de los tribunales ante denuncias de abusos sexuales demuestra que el machismo se ha naturalizado en nuestra sociedad y en sus instituciones. Mirada aguda sobre un mal más hondo de lo que suele creerse.
Machismo alimentado por el silencio
Es conocido el mal padecido por una sociedad que en todos los escenarios considera el cuerpo de la mujer como un objeto y -aunque en Colombia no nos gusta llamar las cosas por su nombre- ese mal se denomina machismo.
El machismo es alimentado por el silencio de analistas y académicos, y por la permisividad que alcanza límites impensables en otras latitudes.
A nadie le escandaliza que haga falta una mujer semidesnuda para publicitar una cerveza, un canal de deportes o una marca de automóviles. Se supone que el cuerpo de la mujer es un elemento disponible, un bien de acceso público, un “lugar” menos sagrado que el espacio público, ese espacio donde los hombres de Colombia orinan como marca de identidad cultural.
ace poco fueron noticia las declaraciones de un prestigioso hombre de negocios, gerente y cara visible de uno de los restaurantes más representativos de la Bogotá del entretenimiento y el turismo de élite.
Ese personaje culpó a una joven por los vejámenes a que fue sometida, imputándole responsabilidad por su coquetería y sensualidad. En la misma declaración, le negó valor a la palabra de la víctima e hizo invisible el abuso del hombre, blandiendo contra la chica el estereotipo de la niña mimada manipuladora, mentirosa y de sexualidad vergonzante.
Esas declaraciones, de boca de quien encarna el estereotipo del bogotano “querido y exitoso”, causaron revuelo porque parecieron políticamente incorrectas pero, fuera de unas breves manifestaciones de rechazo, el caso no pasó de un incidente utilizado mercantilmente en favor de su restaurante y públicamente disculpado por los medios.
Esta semana sorprendió a muchos la valentía de una mujer que se atrevió a elevar hasta los medios de comunicación su denuncia indignada por un caso de abuso descarado en un bus hacinado de Transmilenio.
La sorpresa esta vez es por contraste: cualquier reacción digna es casi un llamamiento a levantarse pacíficamente contra el orden social, a punto tal que una simple denuncia, que debería ser normal, es realmente un acto de valentía, un quiebre de la monótona resignación y normalización del abuso.
Machismo institucionalizado
Ese machismo se da también en las doctrinas de la Corte Suprema de Justicia y en la tibieza de las políticas criminales como recurso final de protección de los derechos de las mujeres. Normas y políticas que han acabado por aceptar que la pereza ética es una forma aceptable de ocultar el sometimiento y la discriminación sexual de hombres a mujeres.
La jurisprudencia penal colombiana en este siglo ha defendido la tesis bochornosa de que, cuando los abusos sexuales contra mujeres y niñas no incluyen acceso carnal violento, apenas constituyen una injuria.
En efecto, en 2006 la Corte Suprema estableció que los tocamientos abusivos a una mujer no pueden considerarse como un delito contra su integridad sexual. Están más cerca, según dijo, de un insulto grave que de un ataque sexual.
En 2008 la misma Corte llegó al extremo de extender esa tesis en relación con niñas menores de 14 años. En el peor ejemplo de este último caso, el procesado inmovilizó a la niña, la ocultó, la besó a la fuerza introduciendo la lengua en su boca, restregándosela contra el ombligo, para rematar con un tocamiento en sus glúteos.
Semejante cadena de barbaridades fue suavizada en la sentencia mediante un lenguaje permisivo y machista que reducía el asunto a un beso abusivo y a unos tocamientos indebidos. Tratar eso como un delito sexual, dijo la Corte, supondría “convertir la justicia en amargura”, pues estaría juzgándose a una persona por sus tendencias y no por sus conductas valoradas objetivamente.
Esa sentencia, referente a una niña de 9 años, contiene afirmaciones reveladoras como aquella según la cual los abusos cometidos por el procesado no son, en estricto sentido, actos “de connotación sexual que de alguna manera afecten siquiera la formación sexual de la ofendida, ni la integridad, ni la libertad sexuales”. Serían apenas actos molestos o injuriosos, similares a un insulto materializado con un gesto, por ejemplo una bofetada que cause un agravio moral.
Esas afirmaciones revelan una convicción radicalmente machista, de desprecio frente al cuerpo y la sexualidad de la mujer. Habrá que suponer, aunque ya sea tarde, que esa posición constituye un rasgo cultural, que integra el cuerpo de la mujer a la vida social como un elemento naturalmente destinado a la sumisión y al sometimiento.
En la lógica popular, extendida en todos los estratos sociales (como lo demuestra la variedad de casos judicializados), la igualdad de derechos no alcanza a cobijar la esfera de lo privado, de las pasiones y del sexo, sino que se circunscribe a aquellos ámbitos de lo público y lo formal.
Así, una es la mujer-jefa, otra es la mujer-maestra, otra es la mujer-cajera, otra es la mujer-médica… pero todas ellas, en casa o en escenarios ajenos a los del papel laboral que a cada una compete, son mujeres, solo y primero que nada son mujeres.
En ese contexto, “mujer” es una condición creada culturalmente, una construcción deliberadamente privada de identidad y extensible de modo homogéneo como un territorio sin vedas para la satisfacción del ímpetu sexual del público masculino.
Esa construcción cultural naturaliza el sometimiento machista, y facilita la justificación de la violencia sexual, pues bajo esa lente el abusador no es más que un imprudente que puede reparar sus daños con una disculpa, como corresponde a cualquiera que insulta gravemente a alguien en un momento acalorado.
Para tranquilidad de todos, en un pulso interno entre opiniones jurídicas opuestas, la Corte Suprema no tardó demasiado en corregir su postura y recuperar la interpretación según la cual ese tipo de actos, al menos contra menores de edad, atentan contra la integridad y la libertad sexuales de la víctima.
Pero la alarma sigue encendida. El poder simbólico del derecho proyectó con toda fidelidad la deformación de nuestro cuerpo social, y reveló que es precario el poder del derecho ante el riesgo que acompaña las convicciones atávicas de una colectividad enferma de machismo.
Como si se tratara de un animal que se muerde la cola, a esa colectividad pertenecen los hombres que operan el sistema jurídico y que han servido como vectores de la enfermedad silenciando jurídicamente la indignación.
Graves problemas y peores soluciones
No deja de llamar la atención que en un país que ha gestado importantes movimientos sociales contra la exclusión, donde han sido retadas de manera ordenada y pacífica las injusticias sociales y jurídicas, la consciencia colectiva dé un paso atrás cuando se trata de enfrentar las prácticas machistas más crudas y arraigadas.
Ante la falta de liderazgo en defensa de la igualdad real y de la feminidad o transfeminidad, del cuerpo como espacio absolutamente privado y como expresión física de la autodeterminación, la opinión ha sido monopolizada por voces que presentan respuestas supuestamente novedosas que no son sino repeticiones de capítulos de la historia del sometimiento y la exclusión.
A raíz de la denuncia de los abusos en Transmilenio, las emisoras de radio más populares han recordado la propuesta trillada de poner a disposición de las usuarias un bus o un vagón exclusivo de mujeres para que no compartan espacios públicos cerrados con los hombres.
Tras esa propuesta se esconde la convicción de que hombres y mujeres no pueden convivir pacífica e igualitariamente, que aunque somos todos libres e iguales, tenemos que vivir segregados porque el hombre inevitablemente someterá a la mujer y la mujer inevitablemente lo padecerá.
Una vez que la población asume el discurso jurídico flexible respecto de los abusos sexuales, el paso siguiente es adoptar políticas de segregación de los dos sexos, con medidas que en los países de tradición racista fueron superadas hace ya muchos años: transporte público y servicios públicos separados para no propiciar/permitir la convivencia entre blancos y negros.
Si se acogen esas propuestas no solo se institucionalizaría el sometimiento, como sucedía con las leyes de segregación de negros en la educación y el transporte público en Estados Unidos o África del Sur, sino que acabarían de naturalizar el abuso como una conducta inevitable de la cual deben huir sus víctimas potenciales, y convertirían en responsable a la mujer que opte por compartir espacios públicos con usuarios del otro sexo. Como la mujer que usa minifalda, que se lo busca, porque ya sabe que “eso es lo que hay”.
Un Estado constitucional de derecho tiene que ofrecer otras soluciones. El arte de diseñar políticas tendrá que responder a esas opciones, y no a las que acaban por arraigar, también institucionalmente, la patología machista que impregna nuestra vida cotidiana. Y la discusión mediática, la que capta y conforma la opinión pública y genera reacciones jurídicas, no puede seguir estando atravesada por la colombianísima lógica del “deje así”.
* Candidata a Doctora en Derecho Constitucional. Master en Protección de Derechos. Línea de investigación: Gestión democrática del territorio.
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