Cacarica busca la verdad en medio de las balas
“Las banderas blancas, que se vean las banderas”. Myriam*, una morena de 55 años, se asoma por un costado de la lancha de motor para constatar que estén allí. Tiene la certeza de que si las embarcaciones no están debidamente señaladas los paramilitares pueden dispararnos mientras nos adentramos por una de las bocas del río Atrato, en el departamento de Chocó, para remontar el río Cacarica. Tiene esta certeza, aunque acabamos de pasar por un puesto de control del Ejército, donde revisaron y anotaron nuestros números de cédulas. “No hay descanso, esto se está calentando otra vez”, dice y sonríe para no preocuparnos demasiado.
La comitiva es grande. Vamos más de 70 personas, en cinco lanchas. Hay integrantes de brigadas internacionales de paz, defensores de derechos humanos, líderes de diversas comunidades del país, invitados europeos, excombatientes de las Farc y las autodefensas, académicos, periodistas y una promesa que esperaban con ansias hace meses: Lucía González, comisionada para el esclarecimiento de la verdad.
Estamos ahí para hacer memoria en el Festival Somos Génesis. Han pasado 22 años desde que las comunidades negras de Cacarica y Salaquí tuvieron que desplazarse forzadamente hacia Turbo, Bocas de Atrato y Panamá, en medio de la violencia y la zozobra de dos operaciones armadas simultáneas: Génesis, al mando de la Brigada 17 del Ejército, y Cacarica, al mando de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá. Operaciones coordinadas por las que el Estado colombiano fue condenado, el 20 de noviembre de 2013, por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
La memoria de Marino
“Este fue un desplazamiento craneado y pensado. Nosotros no teníamos ni un título colectivo ni individual y por eso era fácil sacar a la gente y quedarse con la tierra. Aquí llegaron con la excusa de sacar a la guerrilla, pero buscaban era sacar al campesino. Fueron tiempos difíciles. Cuando llegaron los paramilitares, conjuntamente con los militares, nos dieron tres días para desocupar el pueblo. Al día siguiente, el 27 de febrero de 1997, llegaron sobre las 10:00 a.m. por la cancha de fútbol. Yo iba con Marino López, estábamos buscando botes. Pero cuando llegamos todo el pueblo estaba cercado por los paramilitares.
El primer día ya habían entrado a las casas y habían robado todo. A Marino se le habían llevado los documentos. Entonces él les preguntó por eso y le dijeron que era guerrillero. “Guerrillero de qué si nosotros somos campesinos”, les dije y me amarraron con un cordón a un almendro. Todavía tengo las señales en las muñecas. Ahí es cuando a él lo cogen y le dan el primer machetazo en la cabeza. Como estaba cerca al río, Marino se tira pero estaba muy seco por el verano. Entonces entre el susto y la debilidad de la sangre saca la cabeza y le dicen que si trata de volarse le va peor. Un paramilitar le da la mano para salir y cuando ve que estaba sostenido en la orilla le mocha con el machete la cabeza,luego saca el cuerpo y empieza a desmembrarlo.
Lo más escalofriante es que volvió al pueblo con la cabeza en la mano y en un patio como este, pero más lleno de polvo lo tiró al suelo. Los demás hicieron una rueda y empezaron a jugar con la cabeza, que se volvió un balón entre el lodo. Yo temblaba de miedo. Pero no todos los comandantes paramilitares estaban ahí. Había uno que había sido de las Farc, conocido como Vicente Muentes, que me vio. Me conocía porque cuando hacía parte de la guerrilla me había sancionado un día porque no quise hacer los quehaceres de ellos. Me preguntó por qué estaba amarrado. Le conté y le dije que habían matado a Marino. Se molestó. Dijo que él no era guerrillero porque él sí los conocía bien y ordenó que me soltaran. Ese día perdí el coraje”.
Gerardo queda en silencio por unos minutos. Aprieta la mandíbula. Mira hacia abajo y llora corto, en completo silencio. Se limpia luego las lágrimas con un dedo y sigue: “Bueno, allí nos fuimos con varios botes en un pequeño motor punto nueve. Nos quedamos en Bocas del Atrato. Solo pudimos volver tres años después”, concluye.
El retorno
En 1999, luego de varias conversaciones con el gobierno de Ernesto Samper y Andrés Pastrana, un grupo grande de estos pobladores desplazados regresaron al territorio en un acto de valentía, pero sobre todo de dignidad. No estaban dispuestos a soportar un día más de miseria, hambre, abuso y discriminación, aunque eso significara poner en riesgo la vida. No estaban dispuestos, aunque en su territorio seguían (y siguen) presentes actores armados e intereses económicos detrás.
Se trató de un proceso organizado de resistencia civil que le dio forma al Consejo Comunitario de Comunidades de Autodeterminación, Vida y Dignidad de Cacarica (Cavida), que honra la memoria de más de 86 asesinados, desaparecidos y torturados. Regresaron cuando lograron un título colectivo de las 103.024 hectáreas que han habitado siempre y lo hicieron en fases, primero a la comunidad El Limón, y después, ante la persistencia de las agresiones de los paramilitares, se adentraron un poco más en la selva chocoana para conformar el asentamiento Nueva Esperanza en Dios.
Una zona humanitaria, que también llaman “Ecoaldea de paz”, donde no permiten la llegada de actores armados, como indica el letrero a la entrada de la pequeña discoteca que reza: “Bailemos por la paz”, acompañado de una señal de prohibición de porte de armas. Son cerca de cuarenta casas humildes, construidas en madera, levantadas bajo cinco principios que están a la vista de quienes los visitan: Verdad, Libertad, Justicia, Solidaridad y Fraternidad.
La Universidad de la Paz
En el país de las capitales, como Bogotá, Cali y Medellín, se habla del Acuerdo firmado tras 50 años de conflicto armado entre el Gobierno y las Farc. Se habla algunas veces con rabia y desconocimiento y otras con genuino interés. Se habla del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, que nació de este pacto de paz, que integra la Justicia Especial para la Paz (JEP); la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV) y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (UBPD). Se habla en especial de la JEP y de que el presidente Iván Duque objetó su ley estatutaria. Pero aún no se entiende qué significa apostarle a una justicia restaurativa en un país de dolores abiertos e impunidad. Una justicia más allá de la cárcel y la condena.
Y es ahí donde la comunidad de Cacarica quiere hacer su aporte. Desde el año 2000, cuando realizaron un encuentro con más de 120 comunidades nacionales e internacionales, vienen haciendo propuestas sobre derecho restaurador y encuentro entre afectados y responsables de crímenes con sanciones distintas a las carcelarias, como trabajar en sembrados. En ese momento, cuando en el país no existía la Comisión de la Verdad, en Cacarica ya hablaban de la necesidad de crear una Comisión Ética de la Verdad. Es de ese proceso que surgió la idea de crear la Universidad de la Paz, cuya primera sede fue inaugurada en este festival por la memoria.
“La idea es que allí se posibilite la reconstrucción de las memorias y el reconocimiento de responsabilidad. Por eso se busca que la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV) la asuma como propia. Este es un espacio de convivencia y de educación en la cultura de paz para que se encuentren los responsables y los afectados”, explica Danilo Rueda, defensor de derechos humanos y coordinador nacional de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, la organización no gubernamental que ha acompañado por más de una década a estas comunidades. Y cuando le pregunto cómo se lo imagina, más allá de lo teórico, responde:
“El sueño de la comunidad de Cacarica es, por ejemplo, que aquí pueda comparecer el general Rito Alejo del Río, como comandante de la Brigada XVII a cargo de las operaciones militares que produjeron la violencia y el desplazamiento en este territorio. Que pueda hablar, por ejemplo, de lo que pasó y de lo que puede pasar; de cómo se imagina una doctrina militar distinta a la de la Seguridad Nacional, en la que fueron formados, una que pueda aportar a un país que quiere construir la paz”.
Su explicación sonaba utópica. Pero las respuestas de la comunidad la confirmaban. Querían acogerlo y escucharlo sin rabia y sin miedo. “No le tenemos odio, hemos cambiado ese dolor por la esperanza de saber la verdad. Acá lo esperamos con los brazos abiertos, queremos verlo en nuestra Universidad para la Paz”, dijo Gerardo. “Yo no lo siento como un enemigo y oro mucho por él. Si lo tuviera aquí le diría: descansa y que tu alma descanse cuando reconozcas que te equivocaste, porque sé que debe haber momentos en que no duermes y que tu corazón te vibra de culpa”, contó Rosa.
Verdades en Cacarica
La primera noche en Cacarica, en la sede cultural de esta zona humanitaria, se realizó un encuentro impensable, moderado por la comisionada de la Verdad, Lucía González, una convencida de que la verdad debe ser construida desde las bases y en las regiones.
Allí estuvo Ubaldo Enrique Zúñiga, o Pablo Atrato, el excomandante de las Farc responsable de reorganizar el frente 57 en el Urabá, luego del desplazamiento de la comunidad de Cacarica. Zúñiga contó verdades desconocidas para ellos. Por ejemplo, que cuando entró a operar en este territorio supo que el Secretariado de las Farc había dado la orden de retirar tropas en noviembre de 1996. Meses antes de que ocurrieran las operaciones conjuntas entre paramilitares y Ejército.
“El 57 de las Farc era un frente que era más logístico, estaba en la frontera con Panamá para conseguir armas, fue, por ejemplo, el que le consiguió todas las armas al Bloque Sur. Supongo que por eso fue el repliegue. Pero la formación de milicias eran las que debían defender el territorio y aquí había alrededor de 500 y tenían fusiles largos, pero ellos se terminaron entregando o retirando”, dice Zúñiga. Cuando le pregunto si no cree que esa “formación de milicias” ayudó a estigmatizar a las comunidades que fueron victimizadas bajo un discurso de que eran guerrilleras dijo: “Sí, seguro que sí, ese discurso no funcionó como se tenía planeado”.
Esa noche, quienes estuvimos allí también escuchamos el testimonio de Antonio José García, un abogado de clase media de Medellín. Su hermano menor, Carlos Mauricio García, integró primero el Ejército y después fue Doble Cero, uno de los comandantes e ideólogos de las Autodefensas Unidas de Colombia. Doble Cero formó militarmente a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), el grupo paramilitar que operó en el Bajo Atrato y está detrás del desplazamiento y la violencia que padecieron las comunidades de Cacarica y Salaquí, entre otras.
“Yo sabía que él hacía lo que hacía y no hice nada para cuestionarlo. Por eso les pido perdón, porque siempre he sentido que por no hacer nada fui también un victimario”, dijo Garcia en medio de un escenario que lo aplaudió y acogió. En otro espacio, me contó que fue en 2015, cuando lo invitaron al Congreso Mundial de la Misericordia, que decidió mirar a los ojos la violencia que no quiso ver antes:
“No ha sido fácil. Se me quiebra la voz. Ha sido entender un sentimiento muy complejo, porque estoy hablando de mi hermano del alma, que amé como amo a toda mi familia. Entendí que era vergonzoso justificarme diciendo como Caín: acaso soy yo el guardián de mi hermano. Él murió asesinado por sus mismos compañeros en 2004. Pero desde entonces he tratado de reconstruir alrededor de mi fundación, que busca que las familias tengan herramientas para detener la violencia, así como he acompañado desmovilizados de las AUC que hoy están trabajando honestamente por la reconciliación”.
La guerra se recicla por el Atrato
-Yo venía de mi casa a comprar las cosas del almuerzo a mediodía cuando me asomo y veo a un poco de gente corriendo y diciendo: se nos metieron. Entonces me fui hasta allá y les dije:
-Carajo, ¿qué van a hacer con este pueblo?
-Tranquila madre que no es con usted.
-¿Entonces con quién es carajo? ¿Ustedes por qué quieren matar a mi gente? Ustedes no parieron hijos para andar matándolos. Ay poder de Jesucristo se me van. Se los dije convencida del poder de Dios y de saber que estaban equivocados. Al final se fueron y dejaron al muchacho que se querían llevar. Todavía oro por ellos.
Así recuerda Rosa la última entrada de los paramilitares a la zona humanitaria de Cacarica, hace menos de dos meses. La guerra se está reeditando en el Bajo Atrato. “Por un lado, en la margen oriental de este río, en los territorios colectivos de Jiguamiandó y parcialmente en el Curvaradó en el último mes se han presentado confrontaciones entre fuerzas militares, que han operado, de acuerdo con los testimonios recaudados, con estructuras paramilitares de las AGC, y la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional (Eln). Esa situación de tensión repite lo que se vivió hace más de 22 años y lo que pasaron en diciembre de 2002 con la operación Tormentas del Atrato. Una situación que ha pervivido en el caso del Truandó, sobre la margen occidental del río Atrato, en los últimos tres años y medio, así como parcialmente en el río Salaquí”, resalta Danilo Rueda.
¿Eso qué significa? que a pesar de que el Acuerdo de Paz fue muy importante para esta población, dado que aquí operaban las Farc, la gente tenía una altísima expectativa de que por fin se iba a pasar a un momento distinto de la historia de esta región. Pero los hechos están reflejando todo lo contrario.
“Hay una operación visible del Eln que no se veía desde hace 22 años, según los pobladores, y una, al parecer, reedición del paramilitarismo viejo, es decir, el paramilitarismo vinculado por acciones de omisión, tolerancia y complicidad con las Fuerzas Militares, que están afectando a las poblaciones indígenas y negras de estos municipios. A eso se suma que en las filas de las AGC y del Eln se han visto a exguerrilleros de las Farc que participaron en el proceso de reincorporación”, comenta con preocupación Rueda y así quedó plasmado en la denuncia que radicó hace unos días la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, en la Fiscalía, la Procuraduría y la Presidencia, entre otras entidades.
El general Juan Carlos Ramírez Trujillo, comandante de la Séptima División del Ejército, que tiene mando sobre la Brigada XVII, la Brigada XV y la Fuerza de Tarea Titán, le dijo a este diario que las denuncias que se han recibido están siendo atendidas por el comando de la Séptima División y que se ha pedido a la Personería que les diga si “hay alguna denuncia formal para activar las investigaciones penales y disciplinarias que se requieran si alguno de nuestros miembros está en una situación ilícita”.
Por lo pronto, la crisis humanitaria es inmensa. Hay confinamiento de varias comunidades como La Esperanza, Pueblo Nuevo y la comunidad indígena de Alto Guayabal, sobre el río Jiguamiandó, a solo tres horas de la comunidad de Cacarica, en el municipio de Carmen del Darién. Por esa razón, hay un alto índice de epidemias, en especial de paludismo, que han causado la muerte de tres niños emberas en los últimos dos meses en Alto Guayabal. Eso sin contar que a este resguardo ambiental han llegado ya 131 personas desplazadas por las confrontaciones armadas y que no hay suficiente comida ni medicamentos.
Para el general Martínez, la razón de estas confrontaciones armadas en el departamento de Chocó, en especial en los municipios de Riosucio, Carmen del Darién y Acandí, es que es un área de interés criminal:“Tiene sembrados de coca, es un corredor de salida del narcotráfico de grupos armados organizados como el Clan del Golfo (conocidos también como las AGC) y rentas ilícitas donde hay minería y yacimientos ilegales en los afluentes del río. Por eso esta área está priorizada y por eso estamos realizando allí operaciones”.
Y detalló: “en este momento sabemos de la confrontación que se da entre el ELN y el Clan del Golfo por dominar el corredor del narcotráfico que va por Carmen del Darién y Curvaradó y también el de Vigía del Fuerte (Antioquia) y Bellavista (Chocó). En esas operaciones hemos tenido combates que han arrojado capturas de personas y hemos desarrollado unas reuniones con dos asociaciones indígenas, con el fin de explicar la situación para que dejen hacer las operaciones contra el narcotráfico, porque en algunas áreas han impedido que las operaciones militares se desarrollen. Y aunque respetamos su legislación, ningún área de Chocó está vedada para la Fuerza Pública, tampoco esas que llaman humanitarias”.
Pero para las comunidades y organizaciones no gubernamentales que los acompañan las razones de la confrontación van más allá. “Detrás hay un modelo de agronegocios, un portafolio de obras de infraestructura y un portafolio extractivo que desconoce los derechos de la población y la existencia del conflicto armado y, por lo tanto, desconoce que hay unos principios de derechos humanos que señalanque las empresas deberían tener cuidado de hacer inversiones en zonas conflictivas, que además son de comunidades étnicas y de reserva forestal”, subraya Rueda.
En el Bajo Atrato chocoano preocupan especialmente las exploraciones en busca de cobre. Allí donde hoy se están dando las más duras confrontaciones armadas en la región del Carmen del Darién, por ejemplo, se busca poner en marcha el complejo Mandé Norte, de la compañía Muriel Mining Corporation.
La multinacional estadounidense lleva desde 2008 explorando la existencia del material a través de nueve títulos mineros concedidos por el Gobierno, pese a la negativa de algunas comunidades indígenas, quienes se han opuesto y han denunciado la ausencia de una consulta previa libre e informada. El proyecto busca explotar cobre a cielo abierto, en un área aproximada de 160 km2 (16.000 hectáreas), durante 30 años. Y ya ha invertido, según registros de prensa, un poco más de US$20 millones. Como ese hay al menos tres proyectos más para la exploración y explotación a gran escala de cobre en Chocó. Y mientras unos lo ven como un negocio próspero, otros, como muchos emberas del Bajo Atrato, lo ven como el mal que ha seguido y seguirá enfermando de violencia sus territorios.
*Los nombres de las personas de las comunidades fueron cambiados por razones de seguridad.
Fuente y fotografías extraídas de: https://colombia2020.elespectador.com/verdad/cacarica-busca-la-verdad-en-medio-de-las-balas