Bendito el Dios de la paz

Tengo un sentimiento profundo de acción de gracias a Dios desde el martes en la noche, cuando concluyeron las negociaciones de La Habana y supimos que había llegado el final del conflicto armado.

No pretendo que por sentir las cosas así, como creyente, tenga yo más razón que otros. Y tengo plena conciencia de que esta experiencia profunda del Dios de la paz puede no ser compartida por otros que con sinceridad estarían buscando a Dios.

Lo siento así porque veo el misterio del espíritu que se abre paso en el camino de todas las mujeres y los hombres, entre aciertos y errores, fidelidades y vacilaciones, certezas e incertidumbres, no importa si son creyentes o ateos. Y porque en el silencio he constatado también al mismo espíritu bregando por acontecer en la historia de nuestro pueblo, desde lo hondo de la crisis espiritual que nos precipitó en sesenta años de violencia política y desde dentro de nuestras búsquedas de una reconciliación esquiva.

Desde tiempo atrás he percibido este misterio avanzando entre nosotros, entre luces y sombras, cuando Belisario Betancur inició las comisiones de Paz y se creó la Unión Patriótica, cuando Virgilio Barco inició conversaciones con la Coordinadora Guerrillera, cuando César Gaviria convocó la Constitución del 91, en la que fueron miembros exguerrilleros del M-19, el Quintín Lame y el Epl; cuando el ministro de Agricultura de Samper, José Antonio Ocampo, estableció las líneas de las transformaciones rurales que hoy están en el primer acuerdo de La Habana; cuando Andrés Pastrana intentó la paz en el Caguán y consiguió, con el Plan Colombia, el fortalecimiento del Ejército; cuando Álvaro Uribe dirigió a las Fuerzas Armadas con su ministro de Defensa hasta golpear a las Farc y hacerles ver claro que nunca accederían al poder por la lucha armada; hasta cuando la cúpula militar dirigida por el presidente Santos concluyó que había llegado el momento de sentarse a negociar con el enemigo y no pararse de la mesa hasta no firmar los acuerdos.

Pero igual, no puedo dejar de ver a ese mismo Dios de la historia, solidario y compasivo, al lado de nosotros cuando vivimos el genocidio de la Unión Patriótica, en la soledad desesperante de cada secuestrado y su familia, en el horror del soldado que se despierta sin piernas por el impacto de la mina, en las mamás que lloran a sus hijos asesinados en ‘falsos positivos’, en los guerrilleros que están en las cárceles, en los niños que, llenos de preguntas, crecieron en la insurgencia con un fusil en la mano; en las mujeres violadas y humilladas, en el desconsuelo de los hogares que buscan a sus hijos e hijas desaparecidos, en el espanto de los habitantes de los 1.906 pueblos de Colombia arrasados por masacres, en los siete millones de campesinos que abandonaron el campo, en los 280.000 civiles a quienes mataron los actores armados de todos los lados; y en miles de jóvenes militares, policías, guerrilleros y paramilitares que fueron eliminados por balas y bombas.

Dios estaba también allí. En el sufrimiento físico, los corazones destrozados, el terror y el silencio, cuando veíamos naufragar cualquier futuro posible. Y desde allí, el mismo espíritu, nos acompañó en la desolación y nos invitó desde el abismo a no perder la esperanza.

Y no puedo dejar de ver a ese mismo Dios actuando entre los miembros de las Farc, independientemente de si ellos lo perciban. Porque ellos también cambiaron en cuatro años de diálogo, cuando las víctimas les mostraron que lo que estaba en juego era la verdad, la aceptación de responsabilidades, la reparación y la no repetición.

Dios que, finalmente, nos hace comprender que todos tenemos que cambiar para que todos seamos posibles como seres humanos en un país reconciliado.

Fuente: http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/bendito-el-dios-de-la-paz/16682097