Alvaro Ulcué Chocué
Asesinado en Santander de Quilichao (Cauca)
10 de noviembre de 1.984 Memoria y Justicia
Hoy hace 20 años, el sábado 10 de noviembre de 1984, el sacerdote ÁLVARO ULCUÉ CHOCUÉ debía actuar como padrino de un niño que iba a ser bautizado en Santander de Quilichao.
Regresando de Cali a donde había ido la tarde anterior, llegó a Santander a las 7:30 a.m. y estuvo primero en la Casa Cural. De allí de dirigió al almacén de la madre del niño que iba a ser bautizado, donde le obsequiaron una camisa. Luego pidió el teléfono para hacer una llamada a la Hermana Luz Marina, quien también iba a participar en el bautizo y se encontraba en ese momento en el Hogar Santa Inés; le pidió que le preparara un desayuno, pues iba hacia el hogar enseguida. Simultáneamente, un desconocido había llegado al almacén y hacía bajar camisas sin comprar ninguna, mientras escuchaba la conversación del Padre Álvaro por el teléfono. Cuando éste abandonó el almacén el desconocido también lo hizo rápidamente, en forma sospechosa.
Al llegar al Hogar Santa Inés, dos sicarios que se movilizaban en moto dispararon contra él. Álvaro se arrojó del carro y se tendió en la tierra. Los sicarios, creyéndolo muerto, se retiraron, pero la moto no les prendió. Álvaro se incorporó pidiendo auxilio. Los sicarios, al verlo de rodillas, se devolvieron y lo remataron, para luego emprender la fuga. Eran las 8:30 de la mañana. Las religiosas los introdujeron en un taxi y lo condujeron al hospital donde llegó con vida, pero momentos después falleció.
Un testigo ocular del crimen identificaría más tarde a dos miembros de la Policía Nacional como los dos sicarios que lo asesinaron: los agentes del F-2 Miguel Ángel Pimentel y Orlando Roa. Dicho testigo rindió declaración ante el Juzgado Segundo Ambulante de Instrucción Criminal.
En abril de 1985, inexplicablemente el testigo fue buscado por Agentes de la Procuraduría General de la Nación y obligado, contra su voluntad, a viajar a Popayán para “ratificar sus denuncias”. Al reconocer en fila a uno de los victimarios, el juez permitió que el acusado identificara plenamente al denunciante y lo amenazara. Luego, uno de los Agentes de la Procuraduría que lo acompañaba llevó al testigo al Cuartel de la Policía de Popayán donde, bajo todo tipo de intimidaciones, le exigieron cambiar su versión ante el juez, para acusar más bien a las FARC del asesinato del Padre Ulcué. Llevado nuevamente al juzgado, lo obligaron a firmar un documento, sin permitirle leerlo. Luego fue conducido a los calabozos del DAS en Cali, donde recibió nuevas amenazas.
El Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos ofició entonces, a la Presidencia de la República y a la Procuraduría General de la Nación, denuncias por tan delictiva manipulación de las investigaciones, sin obtener ninguna respuesta. Aun más, todas las copias del expediente de la Procuraduría sobre el asesinato del Padre Ulcué “se extraviaron”, llevando a que el crimen quedara en la más absoluta impunidad.
Los restos mortales de Álvaro recibieron el más conmovedor homenaje de la población indígena. Fueron trasladados a Pueblo Nuevo, su tierra natal, en un interminable y emotivo desfile que atravesó varios poblados indígenas, donde le rindieron sentidas despedidas. El 12 de noviembre en la misma plaza donde celebró su primera Eucaristía, El Arzobispo, acompañado de 75 sacerdotes, celebró la Misa Exequial.
No fue sepultado en el templo, como muchos querían, sino que se cumplió su voluntad expresa: “cuando yo muera, que me siembren en la tierra, con mi gente”. En el cementerio del poblado, junto a la tumba de su hermana Gloria, también asesinada por esbirros del Estado, se dispuso su última morada.
Entre las decenas de pancartas colocadas junto a sus despojos, una rezaba:
“Si he de morir, quisiera que mi cuerpo quedase amasado en la arcilla de los fuertes, como un cemento vivo arrojado por Dios entre las piedras de la Ciudad Nueva”.
La Vida del P. Alvaro Ulcué Chocué
Álvaro Ulcué nace el 6 de julio de 1943, en Pueblo Nuevo, corregimiento del municipio de Caldono (Cauca), como hijo mayor del hogar indígena Paez conformado por José Domingo Ulcué Yajué y María Soledad Chocué Peña.
A los 11 años ingresa a la escuela mixta de Pueblo Nuevo, dirigida por las Misioneras de la Madre Laura, quienes desde el comienzo descubrieron sus valores y le ayudaron a formarse hasta llegar al sacerdocio. Terminó su educación primaria en el internado Indígena “Indocrespo” de Guadarrama (Antioquia). Pasó luego al Seminario Menor de Popayán, dirigido por los Misioneros Redentoristas, donde estuvo 4 años, debiendo retirarse por problemas económicos. Trabajó luego un año como maestro en San Benito Abad (Sucre) y luego regresó a su tierra a trabajar con sus padres. Las hermanas Lauritas le ayudaron para ingresar de nuevo al Seminario de Popayán donde terminó sus estudios de Filosofía y luego pasó al Seminario de Ibagué, donde estudió la Teología.
El 10 de julio de 1973 recibió la ordenación sacerdotal en Popayán y celebró su primera Eucaristía en Pueblo Nuevo, su pueblo natal, acontecimiento que congregó a una gran cantidad de indígenas Paeces, pues era la primera vez que alguno de su raza era consagrado como sacerdote católico. Casi toda la prensa nacional destacó el hecho insólito de que un indígena por primera vez en Colombia, llegara al sacerdocio.
Ejerció su ministerio como Vicario Cooperador en Santander de Quilichao, hasta enero de 1974 cuando pasó a Bolívar en enero de 1975. En 1977 es nombrado párroco de Toribío y administrador de las cuasi-parroquias de Tacueyó y Jambaló. Allí estará hasta su muerte, aunque se desplazará, por periodos intermitentes a Bogotá, para adelantar estudios en el Instituto Misionero de Antropología.
Desde el comienzo de su ministerio explicita su clara conciencia de su identidad indígena y su opción de poner su sacerdocio al servicio de sus hermanos de raza. Su predicación y su catequesis las hace en lengua Paez, lo que franquea un proceso de inculturación del Evangelio.
Pero la identidad indígena que Álvaro reivindica permanentemente, no sólo le permite el acceso franco a una tradición cultural que es la suya, sino que también le ofrece la experiencia, vivida en carne propia, de las condiciones de opresión, expoliación y explotación en que ha vivido el indígena en nuestro medio. Por ello Álvaro integra admirablemente, en su acción pastoral, toda una dinámica de concientización, organización y liberación de los indígenas a la par de su evangelización.
Poco a poco Álvaro se convierte en un líder indígena, papel que sabe articular profundamente con su sacerdocio. Visita otras regiones del país donde comparte la situación de otras etnias; hace proyectos; escribe cartas a las autoridades; denuncia los atropellos de terratenientes y de agentes de Estado contra las comunidades indígenas; recupera y sistematiza las tradiciones de su raza; pide asesoría a antropólogos, sociólogos, teólogos y juristas, para incentivar procesos de concientización y organización de los indígenas. La teología de la liberación se hace en él una praxis concreta y encarnada.
El plan que trazó con sus colaboradores, para su parroquia de Toribío, es revelador de esta dinámica. Sus objetivos, [[tal como quedaron escritos]], eran:
Acompañar al indígena a identificar sus valores y anti-valores, reforzando los primeros y reorientando lo segundos.
Motivar al indígena a salir del alcoholismo propiciado por los blancos para explotarlos con mayor sutileza.
Desplazar a los intermediarios que engañan a los indígenas e impedir de esa manera la manipulación.
Despertar la conciencia del indígena de tal manera que sean ellos mismos los constructores de su propia historia mediante la toma de sus propias decisiones.
Desterrar el paternalismo que inmoviliza y acompleja a quienes lo sufren, haciéndolos inferiores.
Hacer sentir al indígena como responsable directo de la construcción de una Iglesia nueva, mediante el diálogo y la interacción participativa.
Recuperar las tierras de los resguardos, así como su unidad y cultura, patrimonio de los antepasados y garantía de la apropiación del futuro.
Incrementar la auténtica comunidad de amor, ejemplo para los que equívocamente se llaman ‘civilizados’.
Uno de los mecanismos de opresión estaba tradicionalmente ligado al cristianismo. En efecto, entre los Paeces era tradición que, al hacer bautizar a los hijos, se les buscara padrinos blancos entre los hacendados o terratenientes de la región. La relación de padrinazgo creaba vínculos de dominio no escritos en ningún código pero respetados de generación en generación, según los cuales, el padrino tenía derecho a exigir a sus ahijados trabajo gratuito en sus haciendas.
Álvaro quiso acabar con esos vínculos absurdos y anticristianos. Insistió a los indígenas que debían elegir padrinos indígenas, y así serían más conscientes de su dignidad. Pero esta campaña lo convirtió en blanco de las iras de los terratenientes y de los agentes del Estado que sirven a los anteriores.
El 26 de diciembre de 1980 un indígena de Toribío fue detenido y torturado por la policía. Su “delito” había consistido en firmar un memorial que denunciaban atropellos de la policía. En medio de las torturas, sus victimarios le preguntaron insistentemente por el Padre Ulcué y le aseguraron que a él también lo iban a detener porque había ayudado a redactar el memorial de denuncia.
El 19 de julio de 1981, el hacendado Ciro Chagüendo fue atacado por un grupo armado en una de sus fincas, quedando herido. De allí se dirigió a la Casa Cural de Toribío donde insultó al Padre Ulcué, acusándolo de “mandar matar a los terratenientes”.
El 21 de julio de 1981, los terratenientes Saulo Medina y Tulio Navia llegaron a la casa de las Hermanas Lauritas en actitud desafiante, las agredieron verbalmente y las intimidaron con armas en mano, preguntando por el “maldito indio” y el “maldito cura”, a quien atribuyeron todos los hechos de violencia que ocurrían en la región. Estos mismos terratenientes dirigieron una violenta carta al Arzobispo en contra de Álvaro.
El 5 de agosto el Arzobispo le remitió a Álvaro copia de la acusación, con el fin de aclarar la situación. Cuando el 9 de octubre siguiente, en el curso de una reunión convocada por el Alcalde, el Padre y las Hermanas exigieron a dichos terratenientes sustentar sus acusaciones, no lo pudieron hacer, pero sí se descubrió, en la misma reunión, que varios indígenas que firmaron el memorial al Arzobispo, lo hicieron engañados, pues no sabían leer sino sólo firmar, y los terratenientes les habían prometido un pedazo de tierra a cambio de la firma.
Ya el 16 de julio de 1981, el Cabildo indígena de Toribío se había visto obligado a enviar un memorial al Arzobispo en defensa de su párroco, víctima de numerosas calumnias de los terratenientes. Allí afirmaban:
Los ricos no nos comprenden en este cambio que hemos iniciado nosotros y por eso es que lo odian. (…) Esto es lo que causó al párroco un obstáculo hacia los ricos de esta región y por eso lo rechazan y por eso lo calumnian que el Padre es comunista, que es subversivo y hasta de asesino lo tratan, pero es porque no comprenden la luz de Evangelio.
El 21 de julio del mismo año, el Cabildo había lanzado un llamado apremiante a la opinión pública nacional, para anunciar las amenazas de que eran víctimas el Padre Álvaro y las Hermanas Lauritas, por parte de los terratenientes.
Desde entonces la Policía y el Ejército comenzaron a tender un cerco de hostigamiento a las comunidades indígenas de la zona. Cada vez que se desplazaban a alguna región, los sometían a ultrajantes requisas.
El 22 de enero de 1982, doscientos agentes de la Policía atacaron con bombas de gas a un grupo de indígenas de Pueblo Nuevo, en el momento en que ellos regresaban de cosechar el fríjol. Los indígenas trataron de defenderse con sus herramientas de trabajo, resultando herido un uniformado. Enfurecidos, los policías se emboscaron en el camino y atacaron más tarde, a bala, a otro grupo que regresaba de su trabajo; allí quedó muerta Gloria Ulcué, hermana de Álvaro, y sus padres, don Domingo y doña Soledad, quedaron heridos, lo mismo que dos primos suyos. Álvaro viajó a Pueblo Nuevo a enterrar a su hermana; al regresar a Toribio fue objeto de una denigrante requisa por parte de los soldados, quienes lo trataron altaneramente, tanto a él como a las religiosas que lo acompañaban.
A finales de 1982, las Comunidades y Grupos Cristianos del Cauca lanzaron un comunicado apremiante a la opinión pública, en el cual denunciaban las amenazas que se cernían sobre Álvaro. Allí afirmaban: “los terratenientes le han puesto precio a su vida, y sólo el amor de quienes lo rodean lo ha salvado de ser uno más de los impunemente desaparecidos”.
El 30 de octubre de 1982, Álvaro envía una carta al Presidente Betancur, firmada también por dos religiosas Lauritas, donde denuncian los atropellos de que son victima sus comunidades indígenas y le expone las necesidades más urgentes de ésta.
El 9 de agosto de 1984 le escribe angustiado al Arzobispo, describiéndole los graves atropellos del Ejército y la Policía contra los indígenas. Le cuenta allí mismo que el Ejército anda preguntando por el sacerdote que celebró una Misa el 15 de julio en San Francisco, pues durante esa Misa había hecho presencia un grupo del M-19 para anunciar su voluntad de un diálogo de paz con el gobierno; aunque él no había celebrado dicha Misa, temía mucho por el que la había celebrado y por él mismo, pues el Ejército estaba convencido que era él; la incursión violenta del Ejército el 5 de agosto en casa de las Hermanas Lauritas, preguntando por él, así lo daba a entender.
El 31 de octubre de ese mismo año, un Teniente del Ejército se acercó a unos seminaristas que le estaban colaborando a Álvaro en Tacueyó y les pidió identificarse. Entonces les dijo: “si se están preparando para curas, ojalá no vayan a ser como ese cura indio que trabaja por estos lados, que no quiere al Ejército y a la Policía. Y qué les parece que un día tres uniformados iban a entrar al templo y ese cura salió disgustado y les dijo: retírense, que esta celebración no es para animales”.
Cuando Álvaro se enteró de esa calumnia, manifestó que no le extrañaba, pero que eso había que aclararlo. El 8 de noviembre siguiente, en presencia de otros sacerdotes, convocó al Teniente para que sustentara su acusación, pero el Teniente se negó a participar en la reunión y le sugirió que aclarara todo con el Ministerio de Defensa que llegaba en ese momento a visitar la tropa. Pronto llegaron en un helicóptero tres Generales (Ariza, Diaz Sanmiguel y Botero) y Álvaro los invitó a una reunión en la Casa Cural para aclarar lo de la calumnia y muchas otras cosas. Allí Álvaro denunció los atropellos contra los indígenas por parte del Ejército y la Policía; pidió que se sustentara tanto la última calumnia que se había levantado contra él, como las acusaciones que los altos mandos del Ejército hacían contra él ante el Arzobispo. Ninguna aclaración ni sustentación se produjo, pero los militares sí insinuaron que él promovía las invasiones de tierras. Ante esto, Álvaro explicó los derechos de los indígenas a la tierra y sus luchas por las vías legales. Esto sucedía dos días antes de su asesinato.
El sábado 10 de noviembre de 1984, el sacerdote Álvaro Ulcué Chocué es asesinado por dos efectivos del F-2 de la Policía en Santander de Quilichao.
http://espanol.geocities.com/memoriacolombia/testi01i.htm#t01i
Bogotá, D.C., 10 de noviembre de 2004
Comisión Intereclesial de Justicia y Paz