Allá como aquí
La amazonía esta en peligro. En serio peligro. Cada año se tumba una superficie de selva nativa del tamaño de Cundinamarca, unos 25.000 kilómetros cuadrados, para sacar madera, sembrar soya y meter vacas. Para eso hay que construir carreteras, trochas, puertos.
Colonizar, arrasar, matar. Es el resultado de una doble fórmula: globalización más neoliberalismo. En los últimos 15 años se han devastado 28 millones de hectáreas: la mitad de todo lo destruido desde cuando Orellana descubrió el gran río, por allá en 1500. Evidencia alarmante: el agua lluvia se ha disminuido en la cuenca amazónica en 40%. En Colombia, Ecuador, Bolivia, las protestas indígenas se han convertido en levantamientos; en Brasil los enfrentamientos entre colonos y ganaderos y compañías madereras terminan a bala. En el norte de Perú, la represión de la protesta indígena ha ensangrentado las aguas del río Utcubamba. En Ecuador, Venezuela y Colombia, las organizaciones indígenas han puesto el grito en el cielo. Pero, lamentablemente, las protestas no tienen el mismo ritmo ni fuerza de la destrucción de la selva.
El año pasado EE.UU. y Perú firmaron el TLC, entre otras cosas “para promover la inversión privada, mejorar la competitividad agropecuaria y fortalecer la gestión ambiental”. Pues bien, el gobierno peruano dictó dos decretos legislativos —conocidos como Ley de la Selva— que permiten que el 60% de las tierras hasta entonces protegidas bajo la figura de patrimonio ambiental pasen a manos de particulares. En cifras crudas significa que 45 millones de hectáreas serán susceptibles de ser adjudicadas como concesiones a empresas privadas. Los indígenas de la Amazonia peruana, agrupados en la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), brincaron y desde abril vienen protestando porque consideran que la nueva ley arrasará su mundo, lo invadirá, lo destruirá. Se atrincheran legalmente en otro tratado, firmado con la OIT, que somete toda norma que afecte los territorios indígenas “a consulta y consentimiento previos, libres e informados” con las organizaciones indígenas. Por supuesto Alan García se brincó este acuerdo. Considera que “ahí no vive gente de primera” y mandó a la policía a parar la movilización de 5.000 indígenas pertenecientes a 60 etnias. Resultado: 45 muertos. Las inversiones extranjeras son de primera, están por encima del derecho a la vida no sólo de los indígenas afectados directamente, sino de los peruanos. El dirigente Alberto Pizango se asiló en la Embajada de Nicaragua. La Ministra de la Mujer renunció. El jueves las protestas llegaron a Lima. El Congreso tuvo que echar para atrás la medida. Alan García acusó a Bolivia —o mejor, a Evo Morales— de dirigir la movilización. Así, un problema que se origina en la defensa de los intereses norteamericanos, vía TLC, lo convierte el gobierno peruano en una intervención de Bolivia en los asuntos internos de Perú. Una vieja treta de políticos sin principios diferentes a los que esconden en sus bolsillos.
En el fondo hay algo más que una mera polémica ambiental, hay una confrontación entre conquistados y conquistadores. En Bolivia esa contradicción tiene hoy nombres propios: Evo Morales y Gonzalo Sánchez de Lozada; en Perú, Alan García y Ollanta Humala. En Bolivia la pelea se da entre La Paz y Santa Cruz; en Perú, entre Cuzco —y hoy Bagua Chica— y la aristocrática Lima. En Ecuador sucede lo mismo, los indígenas de la Amazonia contra la aristocracia de Guayaquil. En Colombia no estamos lejos, las comunidades indígenas de Cauca, de la Sierra Nevada, de La Guajira, del Amazonas y las comunidades negras del Pacífico y del Caribe han mostrado que defenderán sus territorios, culturas y autoridades contra los intereses de las grandes empresas mineras, madereras y ganaderas que los acosan y avasallan. No es un problema de razas, sino de concepciones de vida y, sobre todo, de modos de vivirla.