Alegato de Clausura Tribunal Permanente de los Pueblos
Por Ángela María Buitrago e Iván Velásquez, Fiscalía TPP.
Señor Philippe TEXIER,
Pesidente de la 48 sesión del
Tribunal Permanente de los Pueblos.
Honorables Jueces
Andrés Barreda
Antoni Pigrau
Daniel Feierstein
Esperanza Martínez
Graciela Daleo
Lottie Cunningham Wren
Luciana Castellina
Luigi Ferragioli
Luis Moita
Michel Frost
Mirreille Fanon Mendes-France
Monseñor Raúl Vera
Señor Secretario General Gianni Tognoni
Durante tres días hemos escuchado elocuentes y contundentes testimonios que configuran la historia de la represión en Colombia y que demuestran con suficiencia la eliminación del contrario, del otro, del que no comparte el modelo social, político y económico imperante en nuestro país, como una práctica sistemática que pretende eliminar cualquier forma de disidencia que ponga en peligro la hegemonía de las élites.
Desde las voces, perdidas en el tiempo, de los artesanos bogotanos que el 16 de marzo de 1919 fueron asesinados por el ejército por pedirle al gobierno de Marco Fidel Suárez que reversara su decisión de ordenar la confección en el exterior de botas y uniformes para el ejército y les encargara su fabricación a los artesanos nacionales, hasta los más recientes homicidios de líderes y lideresas sociales, personas defensoras de derechos humanos y excombatientes de las FARC, cada uno de los episodios relatados en esta audiencia tienen, desde la perspectiva de las víctimas, un elemento común: tanto en el pasado como en el presente constituían un germen de oposición al mundo que las élites nos han impuesto y cuya perpetuación procuran a toda costa.
Permítasenos hacer un breve recuento de las pruebas ofrecidas en este juicio para demostrar a ustedes, honorables miembros del jurado del Tribunal Permanente de los Pueblos, que los hechos que sustentaron la acusación contra el Estado colombiano tienen, sea que se les examine cronológicamente, sea que se revisen agrupados por la común actividad que realizaban las víctimas, una íntima relación interna que le permite a la fiscalía reiterar, como lo expuso en la acusación y lo señaló en sus alegatos de apertura, la existencia de un genocidio continuado y extendido cuyo propósito ha sido la conservación del statu quo, vale decir, de unas determinadas relaciones sociales, económicas y políticas que han permitido a las élites dominantes retener el control absoluto del Estado, mantener subyugados a los débiles que, además, viven en insatisfactorias condiciones materiales de existencia, e incrementar la inequidad en una democracia restringida.
Si examinamos la línea del tiempo, haciendo abstracción de circunstanciales contradicciones o diferencias que en ocasiones se han presentado en el seno de las élites y fijamos la atención en los grupos humanos que sistemáticamente han sido objeto de agresiones porque su concepto de justicia, de paz, de libertad, de democracia, de igualdad, de Estado incluso, es diferente del concepto que tiene el poder hegemónico, podemos advertir cómo en estos 102 años que comprende el período de acusación, al homicidio de los artesanos despreciados por su gobierno que prefirió contratar con empresas extranjeras antes que darles trabajo a aquellos, le sucedió -apenas nueve años después- una terrible masacre contra los trabajadores del banano que reclamaban condiciones laborales dignas a la United Fruit Company, una empresa que menos de tres décadas más tarde propiciaría un golpe de Estado en Guatemala para derrocar el único gobierno que en su historia pretendió servir a los intereses de la mayoría de la población, empresa bananera que, ahora denominada Chiquita Brands, fue justamente la misma que en la década de los 80 del pasado siglo financió el paramilitarismo en la región de Urabá para exterminar el movimiento sindical agrario.
Después de noviembre de 1928, a la Masacre de las Bananeras le sucedió en nuestro país el genocidio del pueblo Barí, indígenas del occidente colombiano que tuvieron la desgracia de ocupar un territorio rico en petróleo que el Estado entregó para su explotación a la Concesión Barco. Desde los albores de los años 30, miles de indígenas desplazados, perseguidos, humillados, extraños en su propia tierra que fue cerrada con cercos electrizados, sus bohíos incendiados, sus mujeres y niñas violadas y mutiladas, según el testimonio que nos fue relatado en esta audiencia.
Y luego, a partir de 1946, vivo aún su líder que pretendía introducir profundas reformas en el régimen plutocrático y antidemocrático que entonces existía -tal como hoy- centenares de militantes del movimiento gaitanista fueron asesinados como lo sería dos años más tarde el propio Jorge Eliécer Gaitán y después de él miles de simpatizantes en todo el país, en lo que la historiografía oficial denominó “la violencia” y que concluyó con un pacto entre élites para instaurar el Frente Nacional, un régimen constitucional de exclusión de los contrarios que ahogó la democracia, capturó el poder judicial y obligó (empujó) a sectores disidentes a buscar el poder por la vía armada, alentados quizás por el éxito de la revolución cubana.
En 1963, el movimiento sindical es de nuevo golpeado duramente con la masacre de Santa Bárbara dirigida contra los trabajadores en huelga de Cementos El Cairo, que dejó una docena de muertos y varias decenas de heridos.
Los años 70 y 80 vieron un movimiento campesino vigoroso que reclamaba la ejecución de una integral, verdadera y democrática reforma agraria, que luchaba contra el extractivismo y por la defensa de la naturaleza. La represión que entonces se desató condujo finalmente a la desaparición de la que fuera una fuerte organización que luchaba, como decía su enseña, por “la tierra pa´l que la trabaja”: la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, ANUC.
Nuevos esfuerzos organizativos realizan actualmente los sectores campesinos y nuevas oleadas de represión y muerte se desatan contra ellos, como las masacres paramilitares de La Rejoya, La Pedregosa y El Carmelo, en Cajibío, Cauca, iniciando el siglo XXI, y los homicidios de los reclamantes de tierra, de la que fueron despojados por los terratenientes al amparo del paramilitarismo y ahora el paramilitarismo también les quita la vida.
A partir de los años 60, para referirnos solo a un segmento de su historia que hunde sus raíces en la segunda década del siglo 20, el movimiento estudiantil se levantó contra el Frente Nacional, el estado de sitio permanente que con su legislación de guerra desarrollaba una represión sostenida y militarizó la vida nacional, incluida la justicia. Eran las épocas de la justicia penal militar y sus consejos verbales de guerra. Los estudiantes de las Universidades Nacional, Industrial de Santander, de Antioquia, del Atlántico y tantas más en el país realizaron formidables jornadas que reclamaban la apertura democrática, la libertad de cátedra, la vigencia de la universidad pública. La represión que se desató logró silenciar el movimiento que ahora, por fortuna, empieza nuevamente a organizarse.
Los pueblos indígenas, como tuvieron oportunidad de escucharlo en esta audiencia, señores miembros del jurado, llevan siglos de lucha por la conquista de sus derechos como pobladores originarios. Desde hace 50 años se organizaron miles de ellos en el Consejo Regional Indígena del Cauca y desde entonces la represión y la política de exterminio ha sido constante. Las masacres de El Naya y de El Nilo, cometidas por el paramilitarismo, los homicidios de sus líderes, han pretendido doblegar al movimiento indígena para que no persista en el reclamo de tierras, cese en la defensa del territorio y permita la expansión del extractivismo. También ha ocurrido con los miembros del Consejo Regional Indígena de Caldas.
Al jurado le fueron presentadas las prácticas genocidas cometidas contra movimientos y partidos políticos: el Movimiento Gaitanista, el Partido Comunista, la Unión Patriótica, A Luchar, el Frente Popular, la Unión Nacional de Oposición y el que actualmente se viene ejecutando contra los integrantes de la Marcha Patriótica.
Todas esas prácticas, como lo acreditan los testimonios rendidos en esta audiencia, han tenido por finalidad impedir que una visión distinta del mundo, otro modelo económico, la democracia real, el derecho de todas las personas a vivir en dignidad, puedan establecerse en Colombia.
Las comunidades negras igualmente han sido perseguidas, desplazadas y asesinadas para convertir sus territorios en extensas plantaciones de palma africana y desarrollar la industria extractiva. La coincidencia del mapa de la violencia contra comunidades negras, indígenas y campesinas con el mapa de los megaproyectos extractivos, revela dramáticamente la realidad que sufren.
En fin, estudiantes, sindicalistas, campesinos, negros, indígenas, movimientos y partidos políticos alternativos, movimientos cívicos como el del oriente antioqueño o la comunidad de paz de San José de Apartadó, todos han sido víctimas de homicidios, desaparición forzada, desplazamiento forzado, amenazas, persecución, torturas, hostigamiento, estigmatización, con una finalidad común: destruir sus identidades como ser social, impedir que una distinta concepción del mundo se extienda en la sociedad y pueda orientar nuevas relaciones sociales, políticas y económicas.
Honorables miembros del jurado:
Lo que hemos visto aquí, en esta audiencia, demuestra plenamente, más allá de toda duda razonable, que lo sucedido en Colombia tipifica un delito de genocidio en la modalidad de continuado, que se ha extendido en el tiempo.
En efecto: el artículo 6º del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que reproduce textualmente el artículo II de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio adoptada por Naciones Unidas mediante Resolución 260 A (III) del 9 de diciembre de 1948, dispone:
“A los efectos del presente Estatuto, se entenderá por “genocidio” cualquiera de los actos mencionados a continuación, perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal: a) Matanza de miembros del grupo; b) Lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; c) Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; d) Medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; e) Traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo”.
No obstante estas normas, que como se ve no incluyen al grupo político como sujeto pasivo de la conducta y tampoco los motivos específicos que determinan la acción, no tienen la capacidad de afectar la vigencia de la Resolución 96 (I) de 1946 de la Asamblea General ni la existencia del crimen de genocidio bajo el derecho internacional consuetudinario, según lo demostró Federico Andreu en la audiencia de acusacion celebrada el pasado mes de enero, conclusión que se refuerza con lo dicho por la Corte Internacional de Justicia, según la cual la prohibición del genocidio es una norma imperativa del Derecho Internacional consuetudinario y una obligación erga omnes vinculante para todos los Estados, independientemente de cualquier vínculo convencional.
La mencionada Resolución 96 (I) del 11 de diciembre de 1946, aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas, declaró el genocidio como un crimen contra el derecho internacional, sea que se haya cometido por motivos religiosos, raciales o políticos, o de cualquier otra naturaleza.
Esta descripción de la conducta es similar a la que consagra el Estatuto reformado del Tribunal Permanente de los Pueblos, en cuyo artículo 2 hace consistir el genocidio en la ejecución de una serie de actos cometidos “con la intención de destruir, total o parcialmente, un grupo seleccionado sobre la base de un criterio discriminatorio”.
También el Código Penal colombiano tipifica el genocidio en una fórmula que encaja absolutamente en la adoptada por este Tribunal. Así, su artículo 101 dispone: “GENOCIDIO. El que con el propósito de destruir total o parcialmente un grupo nacional, étnico, racial, religioso o político, por razón de su pertenencia al mismo, ocasionare la muerte de sus miembros, incurrirá en prisión…”. Y sanciona con una pena inferior cuando el acto ejecutado no es la muerte sino alguno de los otros comportamientos enunciados en el Estatuto de Roma y la Convención contra el genocidio a que hicimos referencia.
No cabe duda, pues, que aquella práctica del Estado colombiano que ha sido demostrada ampliamente en los tres días en los que se ha llevado a cabo esta audiencia, constituye el delito de genocidio.
Pero si aún subsistiera un cierto escepticismo en los más radicales defensores del principio de legalidad estricta, la Fiscalía de este Tribunal quiere llamar la atención sobre un elemento del tipo que recogen todas las normativas internacionales a que nos hemos referido y también la colombiana: el grupo nacional, como sujeto pasivo del genocidio.
En un encomiable trabajo publicado en la Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales titulado “El concepto de genocidio y la ´destrucción parcial de los grupos nacionales´”, el profesor Daniel Feierstein, quien además en este juicio hace parte del jurado, concluyó:
“La propia Convención sobre Genocidio tolera una interpretación que, basada en Lemkin, analiza al genocidio como la destrucción parcial del propio grupo nacional. Esta interpretación no solo permitiría volver aplicable la Convención a los numerosos genocidios con contenido político -en tanto que verdaderamente todos los genocidios modernos tienen motivación política, fuere cual fuere el grupo seleccionado para el aniquilamiento-, a la vez que implica consecuencias mucho más enriquecedoras en los procesos de memoria y apropiación del pasado, constituyendo el único modo efectivo de confrontar con la ideología genocida y ya no solamente con sus efectos, al restituir en las propias representaciones aquella pluralidad identitaria que los genocidios vienen a quebrar”.
La lucidez de sus reflexiones, que parecen elaboradas a partir de lo que en esta audiencia se ha expuesto, me conceden licencia para insistir en su tesis. Dice el profesor Feierstein:
“Que un genocidio siempre constituye, en definitiva, una “destrucción parcial del grupo nacional”, da cuenta del carácter determinante de las prácticas genocidas tal como las concibiera Lemkin -“la destrucción de la identidad del grupo oprimido”-. Y ello puede entenderse comprendiendo como “grupo oprimido” al grupo colonizado, como lo era en la época en que Lemkin escribe su obra, o al propio grupo de los nacionales, como tendió a ser en los procesos genocidas a partir de la segunda mitad del siglo xx. En este segundo caso, las tareas de opresión de los pueblos pasaron a ser desarrolladas -Doctrina de Seguridad Nacional mediante- por los propios ejércitos nacionales de cada Estado, que funcionaron como “ejércitos de ocupación” de sus propios territorios, reemplazando a lo que antes fueran los ejércitos de las potencias centrales en territorios colonizados o dependientes”.
Cuando se alude a la destrucción del grupo nacional no se trata, como bien lo destaca el autor, de conflictos tribales sino de una verdadera “estrategia de poder, cuyo objetivo último no radica en las poblaciones aniquiladas sino en el modo en que dicho aniquilamiento opera sobre el conjunto social”.
En el proceso genocida que ha existido en Colombia durante por lo menos el período de 102 años que se ha presentado en este juicio, se pueden identificar dos identidades societarias de distinto nivel: una es la que se conforma alrededor de los diversos grupos humanos en torno a sus intereses comunes específicos y otra es la que constituyen esos diversos grupos humanos respecto del modelo de sociedad y Estado a que aspiran.
Por el primer aspecto, vimos desfilar en este juicio a los artesanos, a los campesinos, a los sindicalistas -trabajadores del banano, del petróleo, de la industria-, a los estudiantes, a los pueblos indígenas y comunidades negras, a la población LGBTI y a los exiliados, a movimientos y partidos políticos, a movimientos cívicos…, unos reclamando por el derecho al trabajo, otros por el derecho a la educación, aquellos por condiciones laborales dignas frente a empresas nacionales o multinacionales, estos por el derecho a la tierra, muchos por el derecho a la paz, unos más por la democracia.
Todos, opuestos a la explotación, a la restricción de las libertades, a las prácticas antidemocráticas, a la inequidad, al despojo de tierras, a la impunidad de los poderosos.
En esta audiencia se ha demostrado que las acciones cometidas contra esos grupos tienen una clara intencionalidad: destruirlos total o parcialmente.
Tal aniquilamiento, sin embargo, como lo sostuvo la fiscalía desde la acusación presentada en el mes de enero, ese propósito de destruir total o parcialmente un grupo humano determinado, no solo se logra mediante la eliminación física de sus miembros sino utilizando variadas técnicas que alcanzan finalmente el mismo objetivo.
Apoyada en el escrito introductorio que Federico Andreu presentó en aquella audiencia, que recoge sentencias de los Tribunales Penales Internacionales para la ex Yugoslavia y para Ruanda, así como la tesis desarrollada por Rafael Lemkin, el crimen de genocidio incluye técnicas de destrucción política, social, cultural, religiosa, moral, económica, biológica y física.
O, como lo señaló el Tribunal Constitucional alemán en sentencia del año 2000, según cita del mismo Andreu, “la definición jurídica de genocidio defiende la idea de una protección jurídica que, más allá del individuo, se extiende a la existencia social del grupo […]. [L]a intención de destruir al grupo […] va más allá del exterminio físico y biológico […]”.
Destrucción de la existencia social del grupo, de su identidad. Esto es lo que hemos escuchado de los testigos que han traído la voz de las víctimas a esta audiencia o han expresado su propia voz de víctima:
Nos han dicho que la ruptura del movimiento estudiantil les hizo perder la identidad vital que lo impulsaba: la lucha por la universidad pública, hoy afortunadamente recuperada por nuevas organizaciones de estudiantes.
Del movimiento campesino, al narrar lo ocurrido con la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, ANUC, dijeron en esta audiencia que el propósito genocida era destruir y reorganizar las relaciones sociales labradas en la lucha por la tierra.
Los exiliados narraron cómo fueron obligados a abandonar familia, amigos, su entorno, las relaciones sociales construidas para la transformación en los diferentes grupos humanos a los que pertenecían.
Los sindicalistas de la USO señalaron que la criminalización y la estigmatización dieron lugar a la fragmentación social; que las capturas injustas que sufrieron, no obstante que finalmente eran absueltos de los cargos, lograron alejarlos de su entorno, de sus familias, de su organización.
Otros nos han contado en la audiencia cómo después de acabar con sus organizaciones se desarrollaron grandes proyectos extractivos.
En fin, como igualmente lo anunciamos en la audiencia de acusación y en la apertura del juicio, los casos que se han presentado a este jurado del Tribunal Permanente de los Pueblos incluyeron no solo prácticas genocidas mediante la eliminación física, sino acciones inequívocamente dirigidas a lograr el propósito de acabar con la disidencia, con esas otras concepciones del mundo, del Estado y de la sociedad que no comparten las de los opresores, consistentes esos actos en políticas de persecución, estigmatización, represión, desaparición forzada, desplazamiento forzado, tortura y otras similares acciones ejecutadas por agentes del Estado, bien se trate de servidores públicos como policía y ejército o de particulares, como los paramilitares, pero en todo caso, unos y otros, como agentes del Estado.
No se trata, contrario a lo que se pudiera creer respecto del paramilitarismo, de un poder ajeno al Estado que pretende disputar su poder, sino de un instrumento de las mismas élites hegemónicas y de sus aliados para conservar el modelo impuesto. Es la expresión de ese proyecto de acción conjunta, de los grupos mixtos de civiles y militares propuestos por la doctrina de la seguridad nacional y contenido en los manuales de contrainsurgencia, como fue revelado ante este mismo Tribunal por uno de los testigos expertos.
No es un dato menor, por esta razón, que en los informes presentados en esta audiencia sobre víctimas del genocidio en las últimas décadas, se haya denunciado la participación del paramilitarismo en las prácticas cometidas contra organizaciones y líderes indígenas, campesinos, negros, estudiantes, partidos y movimientos políticos, sindicatos, movimientos ciudadanos, es decir, contra quienes se han opuesto a la hegemonía de las élites.
Ese modelo, ese método, ese instrumento de exterminio, ese fenómeno paramilitar sigue vigente en Colombia y no hay ningún propósito del Estado por desmontarlo, a pesar de los compromisos contenidos en el acuerdo de paz con las FARC-EP sobre el desmantelamiento del fenómeno paramilitar.
La Fiscalía ha acreditado que, además del paramilitarismo, para ejecutar esas prácticas genocidas el Estado -controlado por las élites- ha empleado labores ilegales de inteligencia, interceptaciones ilegales de las comunicaciones y diversos métodos al amparo también de la doctrina de la seguridad nacional, que se ha valido de la estigmatización y de la creación del enemigo interno como herramienta que busca justificar o legitimar las acciones desarrolladas contra los grupos nacionales a los que ha pretendido destruir total o parcialmente.
De manera paralela a la estigmatización, que igualmente sirve para descalificar anticipadamente cualquier discurso democrático, de vigencia de las garantías fundamentales o de denuncia de las políticas estatales dirigidas a la protección de los privilegios, se instauró igualmente, de manera particular con la doctrina de la seguridad democrática hoy vigente y en cuyos inicios entre 2002 y 2008 se produjo la escandalosa práctica de las ejecuciones extrajudiciales en la modalidad conocida entre nosotros como falsos positivos, la más fuerte campaña propagandística en favor de las fuerzas militares, tal como en el pasado la doctrina de la seguridad nacional aconsejó encargar a la fuerza pública de tareas comunitarias en aquellas famosas acciones cívico-militares en las que uniformados prestaban servicios médicos, odontológicos y de diverso tipo a las comunidades.
Todo esto ha contribuido no solo a militarizar los espacios ciudadanos sino a satanizar cualquier examen crítico de la composición de las fuerzas militares, de su doctrina, de sus operaciones, temas vedados en la mesa de negociaciones de paz como lo advirtió públicamente el entonces presidente Juan Manuel Santos. También ha normalizado la casi absoluta impunidad por los delitos cometidos, impunidad que facilita la repetición indefinida de las prácticas genocidas que han ocasionado, como fue dicho en esta audiencia, 300.000 víctimas letales entre 1946 y 1957 y más de 260.000 entre 1958 y 2018.
Las cifras de la impunidad son alarmantes. Para hacer referencia a algunas de ellas, traídas a la audiencia por un testigo experto, con relaión a la desaparición forzada, con 68.431 casos conocidos, la impunidad alcanza el 99.5%; y respecto de ejecuciones extrajudiciales, hasta septiembre de 2020 había 2.314 casos activos contra 10.949 militares y sólo 1.749 condenados, ninguno con rango superior al de coronel.
La impunidad garantiza la perpetuidad de la represión y genera en las víctimas sentimientos de indefensión, de desesperanza, en ocasiones de resignación impotente, que contribuye a las prácticas genocidas en cuanto fractura el movimiento social y las relaciones identitarias de los grupos nacionales que a lo largo de esta historia de 102 años presentada al Tribunal Permanente de los Pueblos han luchado por acabar con las estructuras de opresión.
Con fundamento en todo lo expuesto, señores jueces, la fiscalía solicita que sea declarada la responsabilidad del Estado de Colombia por el genocidio sistemático, continuado y extendido que ha pretendido -y logrado en muchas ocasiones- la destrucción total o parcial de grupos nacionales con el propósito de impedir que su concepción del mundo, del Estado y de la sociedad, de las relaciones políticas, sociales y económicas contrarias al modelo hegemónico, tenga un espacio en nuestro país.
Igualmente le solicitamos al Tribunal que acoja las pretensiones reparadoras presentadas en esta audiencia por las víctimas y sus voceros, una relación de las cuales les será remitida para su consideración.
Medellín, 27 de marzo de 2021