A solas con Diego Fernando Murillo
Primo Levi, el escritor Ítalo-judío sobreviviente de Auschwitz, recuerda en uno de sus textos la experiencia de sus compañeros de infortunio.
En los días en que se hacía inminente que las fuerzas aliadas tomarían el control del campo de exterminio, los nazis les decían a quienes, reducidos a escombros humanos, habían logrado preservar la vida, que de nada serviría que relataran los horrores sufridos, pues nadie les creería. Ese pasaje es frecuentemente citado.
Revela tres perspectivas diferentes del problema de la verdad de los crímenes en masa. En primer lugar, el punto de vista de los autores de las atrocidades, quienes seguros del poder que han acumulado creen que podrán mantener su control sobre los sobrevivientes y la sociedad, o que lograrán escabullirse de la justicia. En segundo lugar, la dimensión de los crímenes y del aparato que los ha ejecutado, que desafía el entendimiento y hace parecer desquiciada toda narración de lo acontecido. Y por último, la perspectiva de las víctimas, quienes se enfrentan a las anteriores dificultades al intentar transmitir lo que han padecido. Los sobrevivientes de acontecimientos de violencia en masa están en clara desventaja: son susceptibles de nuevos ataques por parte de sus verdugos, que han acumulado poder a través de los crímenes cometidos, y además son puestos bajo sospecha, pues sus conciudadanos tienden a pensar que han perdido el juicio cuando escuchan los testimonios de lo que han padecido. De alguien que narra eventos de extrema crueldad a gran escala o comportamientos delictivos desarrollados institucionalmente, tiende a creerse que desvaría por efectos del daño que se le ha causado.
A pesar de esa situación de inmensa desventaja, las víctimas tienen a su favor que conocen parcial o totalmente la verdad de lo acontecido. A la experiencia directa del sufrimiento se suma su determinación de esclarecer de manera exhaustiva lo ocurrido.
Esa decisión sin límites las lleva a encontrar las identidades y motivaciones de los perpetradores, y en ocasiones incluso a descifrar el organigrama del sistema criminal: quiénes ordenaron en el más alto nivel las acciones, cómo planificaron y actuaron, en qué medida alcanzaron a lucrarse, qué agencias del poder político y militar fueron convertidas en escuadrones de la muerte, cuáles eran los grados de complicidad de diferentes sujetos, qué procedimientos de eliminación de los delatores operaron. Conocer la verdad de ese organigrama no es equivalente a desmantelar el sistema criminal. Pero tener ese conocimiento y el sustento probatorio que lo respalda es el fundamento de su disolución y del fin de la apariencia de legalidad en la actuación de los funcionarios estatales que lo dirigen.
El pasado 28 de mayo, junto a la senadora Piedad Córdoba y al defensor de derechos humanos Danilo Rueda, visitamos en la prisión Metropolitan Correctional Center de Nueva York al jefe paramilitar Diego Fernando Murillo. Durante cuatro horas tuvimos una extensa y detallada conversación. Al igual que Salvatore Mancuso, afirmó que su familia está siendo amenazada y que no se le permite ingresar a Estados Unidos. Pidió garantías para el debido proceso. Aseguró que tiene la voluntad de profundizar en asuntos que ya ha comenzado a revelar, así como tocar nuevos hechos esenciales de la historia de los grupos paramilitares, sus cómplices y jefes. Se trata de un nuevo avance en el camino hacia la verdad y la justicia.