A contra mano de la procesión (apuntes sobre Bergolio)
Pero fue capturado y condenado. Un instante antes de que encendieran el fuego, se adelantó un sacerdote para ofrecerle el bautismo. De ese modo, le dijo, y solo de ese modo, podría, una vez muerto, llegar al cielo. “¿Hay hombres como ustedes en el cielo?”, preguntó Hatuey. “Desde luego que sí”, le respondieron. “Entonces no quiero ir”, dijo Hatuey, “nada quiero saber con un dios que permite semejantes crueldades”.
En 1512, el cacique taíno Hatuey fue quemado vivo en Cuba. En La Española, su isla natal, había visto de cerca el rostro de los conquistadores: crueles, hipócritas, codiciosos, violadores de mujeres. Derrotado su pueblo, pasó a Cuba, para alentar allí a la resistencia y luchar, junto a los pocos que se le unieron, con tácticas de la guerra de guerrillas.
Pero fue capturado y condenado. Un instante antes de que encendieran el fuego, se adelantó un sacerdote para ofrecerle el bautismo. De ese modo, le dijo, y solo de ese modo, podría, una vez muerto, llegar al cielo. “¿Hay hombres como ustedes en el cielo?”, preguntó Hatuey. “Desde luego que sí”, le respondieron. “Entonces no quiero ir”, dijo Hatuey, “nada quiero saber con un dios que permite semejantes crueldades”.
Y Hatuey ardió. Y en esa misma hoguera ardieron, de allí en más, millones de seres humanos; ardieron pueblos, dioses, lenguas, cantos, poemas, pensamientos, mundos. Aun hoy siguen ardiendo, empujados al fuego por el despojo, el hambre, la discriminación o el desprecio.
Tras la mano que encendió aquella hoguera, hubo una mano de Papa. Fue en efecto Alejandro VI (antes Rodrigo Borgia) quien en 1493, emitió las cuatro bulas que otorgaban a los reyes de Castilla y de León, ”con la autoridad de Dios omnipotente que detentamos en la tierra y que fue concedida al bienaventurado Pedro y como Vicario de Jesucristo”, el dominio perpetuo de “todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se encontrasen en el futuro”, mandándoles además “instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes”.
Resulta imprescindible en estos días recordar esa siniestra intervención papal en la conquista de América. Pero más imprescindible todavía es evocar la inquebrantable dignidad de Hatuey, su valiente y conmovedora lucidez, y confrontarla con la gelatinosa inconsistencia de quienes hoy se entusiasman, desde un supuesto “progresismo”, con el nuevo Papa “latinoamericano”… ¿Es necesario recordarles que también fueron latinoamericanos Pinochet, Stroessner, Videla, Massera, Banzer, Batista , tantos otros…? Sí. Es necesario recordarles que, sin importar su lugar de origen, un dictador es un dictador, un cretino es un cretino y un Papa siempre será… un Papa.
Dicho esto, reconozcamos que Jorge Bergoglio merece ser Papa.
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Méritos
Lo merece como miembro de esa Iglesia argentina que, continuando la labor evangelizadora de la Conquista, inspiró, alentó, acompañó y reivindicó el genocidio conocido como “Campaña del Desierto”, perpetrado en la Pampa y la Patagonia a fines del XIX, así como a comienzos del XX, la conquista del Chaco. En ambas campañas estuvo el Ejército Argentino acompañado o precedido por sacerdotes, dispuestos a bautizar prestamente a los indios una vez derrotados, sometidos y hambreados.
Lo merece como miembro de esa Iglesia argentina cuya jerarquía fue, por acción u omisión, salvo honrosas excepciones, cómplice de todas las dictaduras, en particular de la última; tan cómplice como lo fue el entonces nuncio papal, Pío Laghi, que disfrutaba su estadía en Buenos Aires jugando al tenis con Massera, y como el Papa Pío XII lo había sido frente a los crímenes del nazismo.
Lo merece como miembro de esa Iglesia argentina cuya jerarquía permitió, inspiró o alentó la represión y la tortura en nombre de la defensa del mundo occidental y cristiano, prestando incluso algunos de sus miembros (capellanes militares) para tales tareas. Porque la Iglesia local seguía en esto los caminos de la Iglesia de Roma, creadora no solo de la Inquisición -con su caza de brujas, herejes y disidentes y sus refinadísimas torturas para el cuerpo y el alma- , sino también del Infierno, destinado a mantener la conciencia humana sometida a la amenaza de torturas eternas.
Lo merece como miembro de esta Iglesia argentina que supo ser fiel al oscurantismo de Roma, oponiéndose siempre a la libertad de pensamiento, a la imaginación y la libre creación, al amor, la sexualidad y el placer, intentando siempre, con variable suerte, mantener las costumbres y las leyes del país y la expresión de sus habitantes sometidas a su dirección y censura.
No hay duda, pues, de que la Iglesia argentina estaba a la altura del Papado. Pero a estos méritos corporativos, suma Bergoglio merecimientos propios. Cierto es que algunos se empeñan hoy en negarlos. A cada rato brotan debajo de las baldosas “progresistas” más-papistas-que-el-papa que no cesan de vomitar papa-rruchadas. Dicen, por ejemplo, que no puede hablarse de la complicidad de Bergoglio con la dictadura porque no ha sido probada por la justicia. Ninguno de ellos negaría con el mismo argumento hipócrita la complicidad de los directivos de Ford, Mercedes Benz y otras empresas, o de la Sociedad Rural, los dueños de diarios, periodistas, banqueros o jueces que tampoco han sido condenados por la justicia.
Por otra parte, ¿qué hay que probar? Parecen de repente haber olvidado todos al mismo tiempo que Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires desde 1998, fue nada menos que presidente de la Conferencia Episcopal Argentina entre 2005 y 2011. Jefe máximo de una Iglesia que en todos esos años no realizó ninguna autocrítica ni revisión de su pasado. Una Iglesia que cuando, en 2007, fue condenado a prisión perpetua el sacerdote Von Wernich por 34 secuestros, 37 casos de tortura y siete homicidios calificados en el marco de un genocidio, se limitó a emitir un escueto comunicado expresando su dolor por el hecho. Pero que hasta el día de hoy no sancionó al genocida que continúa, en la prisión, en pleno ejercicio de su sacerdocio. Una Iglesia que no hizo nada para esclarecer la intervención del Movimiento Familiar Cristiano, de las monjas de Cristo Rey, de sacerdotes y obispos en la apropiación y distribución de niños, ni para rastrear el paradero de los mismos. Si esto no se llama encubrimiento, complacencia, complicidad, ¿cómo se llama?
En cuanto a su actuación personal durante la dictadura, ahí están todos esos ex paladines de la justicia, tránsfugas, luchadores arrepentidos, contorsionistas de la conciencia, chupamedias o cobardes que vienen hoy a afirmar con tono sentencioso que todas las sospechas o acusaciones… no son ciertas. ¿Y qué saben ellos? ¿Saben más que Estela de la Cuadra que, en el juicio por el plan sistemático de apropiación de bebés, contó ante el Tribunal Oral Federal nº6 que en 1977 su familia obtuvo por intermedio del propio Bergoglio y del obispo Picchi respuestas sobre su desaparecida hermana Elena (“lo suyo es irreversible”, les dijo Picchi) y sobre la beba nacida en cautiverio y aun desaparecida (“No busquen más. La tiene una familia de bien”)? ¿Saben más que los hermanos de Orlando Yorio? ¿Saben más que el propio Orlando Yorio? En el juicio a las Juntas de julio del 85, Yorio declaró: “Bergoglio nunca nos avisó del peligro que corríamos. Estoy seguro de que él mismo les suministró el listado con nuestros nombres a los marinos”.
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Habemus capuchan
Ningún premio Nobel trabajó en la “villa miseria” del Bajo Flores, ni estuvo allí el día en que los jesuitas Orlando Yorio y Francisco Jalics fueron secuestrados. Yo, sí. Fui una de los siete adolescentes secuestrados con ellos. “Siete elementos”, dijo en la radio el tipo que pedía las capuchas. Suvbersivos, se entiende. Como tales nos tuvieron, encadenados y encapuchados hasta soltarnos en una oscura autopista hacia la madrugada, no sin dejarnos su dulce despedida: “No vuelvan a pisar esa villa si no quieren ser boleta y aparecer en un zanjón”.
Hacía un año que trabajaba con los chicos de la villa, que pasaba todos los sábados a la mañana por la casa de los curas, en el barrio Rivadavia, pegado a ella. Nunca hubiera imaginado ese desenlace, sin embargo conocía por boca de ellos mismos (Yorio, Jalics y el entonces también jesuita Luis Dourron), desde algún momento del 75, la difícil situación que los tres atravesaban en la compañía, el permanente hostigamiento por parte del Provincial de la misma, Jorge Bergoglio, y de sus sectores más conservadores, las críticas a su manera de vivir y ejercer el sacerdocio, los rumores, las maledicencias, el arbitrario desplazamiento de Yorio de su cátedra en el Colegio Máximo. Por boca de ellos me enteré, y nos enteramos todos los que los rodeábamos, cuando finalmente Bergoglio los forzó a salir de la compañía, cuando empezaron a buscar un obispo que los recibiera, cuando el arzobispo de Buenos Aires, Aramburu, les quitó las licencias para oficiar en su diócesis. Apenas unos días después, el 23 de mayo del 76, primer domingo en el que Orlando Yorio no podía dar la misa en la humilde capilla de chapas, tuvo lugar el gigantesco operativo a cargo de la Marina. Recién cuando los curas fueron liberados, unos seis meses después, supimos con certeza que a los jóvenes nos habían llevado al mismo lugar donde ellos estuvieron los primeros días: la ESMA; y que de allí, ellos habían sido trasladados a una casa operativa donde permanecieron todo el tiempo encapuchados y encadenados.
Ni nosotros ni los curas ni los amigos que los rodeaban tuvimos entonces la menor duda sobre la íntima conexión entre estos hechos: Bergoglio los deja afuera-Aramburu les quita las licencias-la Marina los (nos) secuestra. Conexión, coherencia, consecuencia. Co-incidencia, recordando que “incidir” significa influir, intervenir, actuar. El resultado obtenido – que saliéramos todos de la villa- era un objetivo sin duda compartido por los militares, Aramburu y Bergoglio. Pero además: ¿Quién era la persona experta en teología que, según contaron Yorio y Jálics, participó de los interrogatorios que les hicieron en la ESMA? ¿Por qué se cuestionaba a Orlando sobre su interpretación teológica de la palabra “pobres” o sobre su forma de dar misa? ¿Lo acusaban de subversión? ¿O de herejía? ¿Los militares o los inquisidores? ¿Quién les llevó la comunión a la ESMA? ¿Quién fue la persona “importante” cuya visita les anunciaron sus guardianes en la casa operativa, poco antes de liberarlos? Ellos no pudieron verlo, porque estaban, como siempre, encapuchados. Orlando contó más tarde: “Jálics sintió que era Bergoglio”. En una reciente entrevista, su hermano Rodolfo sostuvo otra hipótesis: quizás era el nuncio papal. Era, en todo caso, un “importante” personaje de la Iglesia. ¿Quién? Turbias cuestiones, turbios hechos, turbias relaciones. ¿Quién las explicará? ¿El Espíritu Santo? ¿Dios? ¿Su Emisario en la tierra? Demasiado tiempo hace que este calla, oculta o deforma lo que sabe. Así quedó claro en 2010 cuando, en el transcurso de la causa ESMA, las querellas pidieron su declaración testimonial. Pretendió usar todos sus privilegios de Cardenal para evitarla y cuando finalmente, fue interrogado (para lo cual el tribunal debió trasladarse a la Curia), sus respuestas fueron elusivas, imprecisas y vagas. No supo decir cómo ni a través de quiénes había sabido enseguida que Yorio y Jalics estaban en la ESMA, ni quiénes ni por qué hablaban mal de ellos entre los jesuitas. Mintió, sin duda, cuando dijo que recién se había enterado del robo de bebés hace unos… diez años. Sin embargo, debió reconocer, que, cuando los dos curas fueron liberados, supo por ellos que en la ESMA había muchos otros detenidos ilegales sometidos a tortura. ¿Y qué hizo entonces? Solo comunicarlo a sus superiores en la Compañía de Jesús y en la Iglesia… ¿Ninguna denuncia pública? No, ninguna. Ni denuncia ni declaración alguna hasta esa declaración… en 2010. A regañadientes y treinta y cuatro años después… “Ocultar algo o no manifestarlo. Impedir que llegue a saberse algo.” Tal es la muy sencilla definición que da la Real Academia Española para el verbo: “encubrir”.
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¿Paz?
Dicen que Franciso Jalics, desde el monasterio de Alemania en el que vive, declaró estar en paz con aquellos hechos, quizás hasta con Bergoglio. Mejor para él. Bien merece sentirse en paz a los 85 años quien, en la juventud, padeció en Hungría los horrores de la guerra mundial y en la madurez, los de la dictadura argentina. Pero su evolución espiritual o moral no dice nada de los hechos en sí, no desmiente a quienes los vivimos ni a quienes los investigaron. Bien distinta fue la situación de Orlando Yorio. Prestó declaración ante la justicia y presentó querella. Bregó incansable (e inútilmente) ante la Compañía de Jesús, de la que había sido formalmente expulsado por Bergoglio tres días antes de su secuestro (sin que él mismo lo supiera en ese momento) para obtener las explicaciones y la rehabilitación que él y sus compañeros merecían. Tan lejos estaba de sentirse en paz con Bergoglio que emigró al Uruguay cuando este fue nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires en el 92. Allí murió, de un infarto, en el 2000. Para entonces ya Bergoglio era arzobispo, cardenal y candidato a Papa.
En noviembre de 1977, durante su exilio en Roma, Orlando envió una carta de 27 páginas al secretario General de la Compañía de Jesús, P. Moura. En ella relataba detalladamente las presiones y maniobras en su contra, las intrigas, la manipulación, la duplicidad de Bergoglio, las “gravísimas” acusaciones secretas que este decía tener contra ellos, sin explicar nunca de qué se trataba o quién los acusaba, los rumores “provenientes de la compañía” que los vinculaban con la guerrilla. Sobre esto último, escribía: “Como estaban las cosas en Argentina, una afirmación así salida de bocas importantes (como ser la boca de un jesuita) podía significar lisa y llanamente nuestra muerte”. Y más adelante: “En ese mes de diciembre (1975) dado la continuación de los rumores sobre mi participación en la guerrilla, el P. Jalics volvió a hablar seriamente con el P.Bergoglio. El P.Bergoglio reconoció la gravedad del hecho y se comprometió a frenar los rumores dentro de la compañía y a adelantarse a hablar con gente de las fuerzas armadas para testimoniar sobre nuestra inocencia.” Pero, todavía más adelante, cuando el relato se acerca al desenlace, dice Orlando: “El Provincial no hacía nada por defendernos y ya nosotros empezábamos a sospechar de su honestidad. Estábamos cansados de la provincia y totalmente inseguros” [i] Esta carta, que terminaba con una larga, y casi desesperada, serie de preguntas, nunca recibió respuesta. De este lado del océano, en ese mismo mes de noviembre de 1977, la Universidad del Salvador, perteneciente a los jesuitas y una de cuyas máximas autoridades era entonces Jorge Bergoglio, otorgaba al Almirante Massera un doctorado honoris causa… Vaya casualidad.
Aun estando lejos en el tiempo –y lejos, por mi parte, de las creencias de mis dieciocho años- la muy especial irradiación personal, humana, de Orlando Yorio, sigue siendo un recuerdo entrañable, presente en mí junto a las imborrables vivencias de aquellos días en el Bajo Flores: los chicos, su ansiedad y sus risas, sus abrazos y su desamparo; sus madres compartiendo entre mates relatos de amor, soledad y lucha cotidiana; nuestra propia mirada adolescente, inquisidora -en el buen sentido- de las cosas, los lugares, las personas, buscadora de sentidos, de explicaciones, de caminos que, entre los pasillos estrechos de la villa, se abrieran paso hacia un mundo nuevo, menos cruel y más justo. ¿Y una vez más vienen las topadoras a pasarnos por encima, a reducirlo todo a barro, a pisotear los recuerdos, a sepultar o ningunear las huellas, los testimonios, las palabras? ¿Una vez más pretenden aplastar las conciencias como antes aplastaron las casillas, proclamando que estas cosas no pasaron, que no fueron así? Una vez más, sí, (¡y ya van cuántas!), los grandes tergiversadores de la historia pretender darnos vuelta de un golpe (de gracia) el sentido del mundo; trastocan, invierten el signo de las cosas, convierten los lobos en corderos.
Las ovejas, como suele ocurrir, se dejan engañar. Los lobos, no. Por eso ya hemos visto a las bestias carniceras, con Luciano Benjamín a la cabeza, lucir con beatífico júbilo los colores papales… Se exhiben ellos, sale la gran gilada nacional mezclando papas, balones de oro y máximas reinas holandesas en un pestilente guiso de “argentinidad al palo”, sale la legión de reaccionarios a empapelar las calles de amarillo y blanco, salen los fieles a cantar hosannas, afilando misales, listos para lanzarse a combatir infieles y a imbuirnos nuevamente de sus “buenas costumbres”, salen los “buscas” a vender camisetas e imprimir estampitas, salen los creyentes, los crédulos o los oportunistas a copar los micrófonos y los altoparlantes con su largo rosario de elogios, alabanzas y promesas de felicidad… Difícil es oír, entre los balidos piadosos y el anacrónico repicar de las campanas, las voces disidentes. Y sin embargo, no somos pocos los que no entramos en la procesión. Nos da en el hígado, nos sube por las tripas una profunda convulsión interna, mezcla de vergüenza, indignación, impotencia, bronca, tristeza e infinita náusea. Una vez más, o quizás, como siempre, nos toca sentir, pensar y hablar a contrapelo.
Silvia Guiard es Docente. Poeta. Testigo en la causa ESMA.