Un rato para disfrutar

DESDE QUE EL ANTERIOR PRESIDENte se ausentó del poder, la cosecha temática de varios columnistas de El Espectador ha dado un interesante viraje hacia el intimismo o hacia ese hecho trascendente que se llama la trivialidad.


El fenómeno puede que dure poco, pero mientras sea posible hay que aprovecharlo. Cito al inevitable Lampedusa: “Las cosas han cambiado para seguir iguales”, lo que obliga desde luego a no bajar la guardia. Pero no está de más reconocer que hay una disminución del estrés. Que nos encontramos en una zona de alimentación temática que nos ha permitido disminuir el ritmo del pedaleo. Que algunos columnistas entramos a pits, para mejor decir. Y ya. Es que ocho años enfrentando un estado de arbitrariedad que no se daba tregua, nos dejaron de cama a quienes asumimos la tarea de comunicarnos periódicamente con los lectores. Menos a Ramiro Bejarano, Alfredo Molano y Felipe Zuleta, quienes con su admirable perseverancia me recuerdan lo que me dijo Patrocinio Jiménez hace años, cuando coincidimos en el vuelo de París a Bogotá al día siguiente de terminarse el Tour de France en el que él quedó de rey de la montaña. Le pregunté si no estaba muy cansado, y me respondió: “¡Qué va! Entre más larga la carrera, más enviciado queda uno. Mañana, lo primero que pienso hacer apenas llegue es treparme en la bicicleta”. Unos duros, a los que me les quito el sombrero.

Alguna vez le preguntaron al humorista norteamericano Will Rogers el secreto de su oficio, y respondió: “Es fácil, pues tengo a todo el gobierno trabajando para mi”. En Colombia, en cambio, los comentarios que suscitaba el régimen anterior no eran nada divertidos, pero los columnistas de opinión, estupefactos y por estricta decencia, no teníamos más remedio que pasárnosla —unos más que otros, yo entre éstos últimos— denunciando oscuras maquinaciones, señalamientos peligrosos, ostentaciones de una hombría caduca, insultos de gallera, robos frenteros, silencios criminales, una religiosidad burda y aldeana, nombramientos desfachatados de homicidas en cargos diplomáticos, y así sucesivamente. La sede del gobierno era un pavoroso antro, con sótanos por los que se deslizaban en la noche, precedidos de un fraile depravado que les iluminaba el camino, personajes pálidos con nombres que daban miedo: JOB y JOG, por ejemplo.

Además, desde palacio se les pagaba a ejércitos de escribidores que llenaban los foros virtuales con amenazas a los columnistas más guerreros, sin siquiera leerlos. Como a todos esos mercenarios del panfleto apócrifo se les acabó el contrato a partir del 8 de agosto, los columnistas quedamos al fin con los lectores reales, limpios de polvo y paja. ¿Hasta cuándo?

El hecho es que recién salidos del hueco de la seguridad democrática, ya empiezan a advertirse pruebas de que hay vida —así sea para derrocharla en banalidades— después de haber salido de la escena local quien ahora se desempeña, con bastantes problemas, como conferencista en Georgetown. Yo pagaría por verlo haciendo ese consejo comunitario, en spanglish, ante 20 personas. Por mí, que se queden con él, hasta que un día de estos, en una de esas voladas que se pega a Medellín a repetir sus sandeces, lo agarre la CPI. Y salimos de eso, de igual forma como algunos le estamos haciendo la siesta a esa literatura atrincherada que, por habérsenos convertido en la única moralmente posible, nos hace pensar a veces que ya no hay de qué escribir.

Por razones de salud mental e higiene personal, me he hecho el propósito de sólo aludir al personaje de autos en lo que tenga que ver con sus responsabilidades penales hasta el 7 de agosto pasado, que bastantes son. Y no diré ni mu de cuanto haga o diga con posterioridad a esa fecha, pues creo que él tiene una astuta adicción a los comentarios adversos que no seré yo quien se la satisfaga. Campaña no le hago.

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Lisandro Duque Naranjo