Sindicato

Que un poco más de 900 de nuestros actores hayan tenido el coraje de pronunciar la palabra ‘sindicato’ en el Congreso es un inesperado motivo para la esperanza.


Es un experimento sociológico: use usted con convicción la palabra “sindicato” en todas las reuniones que tenga en un mismo día, y lo más probable es que, en el mejor de los casos –luego de ser estigmatizado: luego de ser llamado “ingenuo”, “mamerto”, “guerrillero”, “loco”, “mártir”–, reconozca del otro lado de la mesa una repetitiva cara de espanto que quiere decir “es mejor no meterse con eso”. “Sindicato” ha significado, en la Colombia de siempre, un peligro, una amenaza; una grosería, una indecencia. Que un poco más de 900 de nuestros actores hayan tenido el coraje de pronunciarla ayer en la mañana en el Congreso, como si sobre aquel escenario hubiera vuelto a significar, igual que en su origen, “hacer justicia con los otros”, es un inesperado motivo para la esperanza.

Quien lee Sindicalismo asesinado, la gran investigación de la Corporación Nuevo Arco Iris, ve que de 1984 al 2009 en su propio país fueron ejecutadas por lo menos 2.732 personas por pertenecer a organizaciones sindicales; sabe que en la década pasada se cometieron en Colombia el 63 por ciento de los homicidios de sindicalistas que se cometieron en el mundo; y entiende que los protagonistas de ese capítulo horrible de la horrible historia colombiana, desde el sindicalismo ensimismado hasta el Estado estéril, desde la guerrilla enajenada hasta el paramilitarismo megalómano (extraviados todos, cada cual a su manera, en la lógica trágica de la guerra), cumplen un par de siglos de caer en la trampa de justificar los crímenes de los unos por los crímenes de los otros: “por algo le pegaron un tiro…”.

Desde 1848, cuando se fundó, en la fúnebre Bogotá, la perseguida “Sociedad democrática de los artesanos”, Colombia ha sabido transmitirse de generación en generación su poderoso pavor a la asociación entre los trabajadores. Pero ese miedo, me temo, también está por cambiar. Los actores son personas frágiles que sin embargo dan sus sistemas nerviosos a los demás: los actores son escritores que dan la cara, ni más ni menos, siempre en el borde de sí mismos. Cada vez que dejan atrás a un personaje, en el teatro o el restaurante o el cine o la calle o la televisión, se dicen a sí mismos “puede que este haya sido mi último papel”. Y, después de lo mal que la pasaron los asociados a Acto o al Cica que osaron defenderse, resulta significativo –habla de una ciudadanía menos temerosa, más política: de un país nuevo– que hoy más de 900 estén reclamándole al Estado derechos de autor, seguridad social, jornadas justas.

El país es su escenario: no por nada han bautizado Acá, Asociación Colombiana de Actores, a su sindicato. Hablan de frente, sí, pero no hay en su voz rezagos de esa ceguera ni de esa mediocridad ni de esa amargura que han sido industria nacional: hay, en su posición, simple cordura. Nombran a los ninguneados que han muerto, de pobres, en camerinos imaginarios. Cuentan la tragedia de un doble de 22 años, el indefenso Francisco Grisales, que se suicidó luego de sufrir –en el set de una telenovela– un accidente que lo dejó sin piernas. Saben que el pasado que describen los periódicos, ese infierno en donde los señores feudales siguen temiendo al comunismo y los presidentes aún pelean por quedarse con la Contraloría, no es lugar para ellos. Suben a los buses a decir lo que están haciendo por sí mismos, conscientes de que ahora nadie es más que nadie, pues sospechan que puede servirnos a todos de ejemplo.

Entienden que la pobre palabra “sindicato”, en un mundo de empleadores sensatos y de trabajadores buenos, no es sinónimo de “avispero”, sino de “seguridad”, “productividad”, “calidad”, “justicia”. Y que, despojada del relato y del adjetivo “colombiano”, es hoy cuando hay que ponerla en escena.

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Ricardo Silva Romero