Por cinco centavitos no podrán arrebatar la paz a Colombia

Un poco más tarde abordaríamos los vehículos blindados y los buses con los que el dispositivo de seguridad de la Policía Nacional garantizaba nuestros desplazamientos. Habíamos convivido tres días allí con ellos, e incluso efectuado algo impensable hasta entonces. Ninguno de nosotros pagó guardia en la noche, todos dormimos tranquilos y confiados bajo su custodia exclusiva.


La mañana del miércoles 28, antes de salir de viaje para La Habana, el padre Carlos, jesuita, director de Villa Claver, la casa de retiros espirituales donde fuimos hospedados en nuestro viaje a Cartagena, nos pidió a todos los delegados de las FARC presentes que nos agrupáramos a fin de tomarnos una fotografía. Con él y todo el personal que trabaja en la casa.

Después nos convidó a la capilla, la que describió como el lugar más importante de su humilde posada, en donde abrazados todos y con los ojos cerrados, tal como él nos propuso noblemente, escuchamos sus palabras de paz, de fe en el futuro y de bendiciones para Colombia, terminando el breve ritual con el rezo general del Padre Nuestro en gesto de reconciliación y perdón.

Un poco más tarde abordaríamos los vehículos blindados y los buses con los que el dispositivo de seguridad de la Policía Nacional garantizaba nuestros desplazamientos. Habíamos convivido tres días allí con ellos, e incluso efectuado algo impensable hasta entonces. Ninguno de nosotros pagó guardia en la noche, todos dormimos tranquilos y confiados bajo su custodia exclusiva.

Desde nuestra partida misma de La Habana con destino a la Conferencia Guerrillera y luego a Cartagena, estuvimos en permanente contacto con personal de las fuerzas armadas oficiales. Debo decir que nunca, ni siquiera en la más ligera ocasión, alguno de nosotros recibió un trato descortés o indiferente. La amabilidad, incluso la fraternidad, fue siempre la nota dominante.

Nunca sostuve conversaciones largas con ninguno de ellos, pero generales, coroneles, capitanes, suboficiales y tropas siempre se mostraron muy cordiales. En el aeropuerto de La Macarena, un coronel del Ejército me hizo el recuento de cómo habían entrado a la selva en el Plan Patriota tras nosotros, y me confesó en tono amistoso que yo figuraba en la lista de sus objetivos.

A un capitán de la Policía que también allí, a la espera del vuelo, nos ofreció alguna merienda ligera, le dije bromeando si ya no le interesaban nuestros cuerpos inertes. Con sonrisa de pudor me respondió espontáneamente que no, que las cosas habían cambiado mucho, y que a ellos en particular, más o menos desde el 2012, les habían sacado ese chip de la cabeza.

Debo decir que aquello en su conjunto hablaba de una realidad nueva en el país. Militares, policías y guerrilleros no sólo podían hablarse entre ellos, sino descubrirse en su condición humana, verse como personas iguales que no tenían por qué odiarse ni matarse. Para no hablar de los civiles, hombres y mujeres con quienes tratamos, y que siempre nos expresaron su admiración.

Vi a las familias de algunos camaradas, que viajaron desde los extremos más lejanos del país, para tener la oportunidad de verse y abrazarse con sus seres queridos, a quienes no veían desde años atrás y a los que incluso llevaban viandas, de esas que preparan con cariño las mamás en casa, para que sus hijos o hermanos tuvieran oportunidad de volver a probarlas.

Me contó una guerrillera que regresó a Colombia, que durante los recorridos y estaciones que debió hacer el helicóptero para descargar a unos y otros, estuvo conversando con un capitán, y que todavía recordaba el tono con que él en tono pesaroso le pedía que no regresara al monte. Había caído en cuenta de a quiénes perseguía para matar y no quería volver a hacerlo.

En lo personal considero que en el proceso de paz de La Habana, paralelamente a lo acordado, los colombianos nos hemos ido conociendo y descubriendo. El mito de la guerrilla criminal y despiadada se ha ido derrumbando de modo acelerado ante los ojos de muchos compatriotas que siempre creyeron la versión echada a rodar por sus auténticos enemigos.

Tengo la absoluta convicción de que el total de los votos por el sí pertenecen a gente que aprendió la importancia de la paz y la reconciliación para el país, que comprendió que la guerra no puede ser el camino por el que se termine de despeñar Colombia. Quiere decir que la mitad de la gente que se pronunció lo hizo a conciencia, porque meditó y juzgó lo que más convenía.

No creo que pueda decirse lo mismo de la otra mitad, los que se pronunciaron por el no. Un alto porcentaje lo hizo engañado por la propaganda alarmista fundada en completas falsedades. Otros porque mal entendieron que al votar por el sí estaban respaldando al gobierno de Santos, al que tanto hay que criticar. La manipulación de la extrema derecha fue en extremo grosera.

Tanto así que los acontecimientos en el país marchaban en dirección contraria a su discurso de odio. Las colombianas y colombianos de Bojayá o la Chinita, para sólo citar unas víctimas específicas atribuidas exclusivamente a las FARC por la propaganda del satanismo, se abrazaron con nuestra delegación en gesto de perdón y reconciliación y señalaron otros culpables. Ver comunicados: Perdón, Chinita – Perdón, Bojayá

Algo inconcebible para los promotores del no, que saben que sus principales cabezas serán llamadas a responder por sus hechos ante la Jurisdicción Especial para la Paz, y que si no dicen la verdad pagarán altas penas. Y que por tanto se empeñan en hablar de impunidad para una guerrilla que no vacila para pedir perdón, abrazar a las víctimas y procurar su reparación.

Los amantes de la paz hemos ganado muchísimo con este proceso y el Acuerdo Final. La mitad consciente de la población colombiana está con nosotros. Sin contar la inmensa masa que por alguna razón no votó. Faltaron los dichosos cinco centavitos, pero por eso no vamos a permitir echar las cosas atrás. Los acuerdos son una conquista que no nos dejaremos arrebatar.

La paz y sus beneficios han calado en la mente de la inmensa mayoría de los colombianos, eso está fuera de toda discusión. La prueba es que hasta la derecha ultramontana alega que no quiere la guerra, sino una paz distinta. Tiene que disfrazarse a fin de revertir aquello que teme de los acuerdos. Digámoslo sin vacilar, la guerra total sólo le interesa hoy a un demente.

Y es eso lo que los que estamos con el sí debemos explotar al máximo. La guerra no volverá. El cese el fuego bilateral y definitivo no puede retrotraerse sin grave daño para Colombia. Lo que se requiere es enmendar el entuerto ocasionado por el resultado empatado del plebiscito, a fin de implementar lo que ya está firmado y reconocido plenamente por la comunidad internacional.

La Corte Constitucional lo dijo, que el plebiscito sólo tendría efectos políticos, no jurídicos. Y la política se enfrenta con política, con masas populares pronunciándose en todas las formas posibles por la paz, en la calle, en las vías, en las universidades y colegios, en las plazas, en todos los rincones del país. Todo el sentimiento por la paz debe surgir a flote y manifestarse.

Lo que la ultraderecha pretende es arrinconar a Juan Manuel Santos con un dudoso resultado. Con un cañazo. La guerra está derrotada en nuestro país y eso no puede negarlo nadie. El ambiente actual de reconciliación y confraternización entre soldados, policías y guerrilleros no puede romperse jamás. Por los demonios de Uribe no pueden matarse entre sí más colombianos.

La Habana, 4 de octubre de 2016.