La redefinición de la política de seguridad

El gobierno Santos sigue mostrando un talante novedoso en la gestión de sus políticas. El acuerdo político alcanzado con los partidos en torno a los contenidos fundamentales de la Ley de Víctimas está revelando una muy buena disposición al diálogo y a tomar los problemas en su verdadera dimensión. Igual está sucediendo en la discusión sobre la política de tierras en que se ha comprometido el nuevo gobierno.


Pese a que hay consenso en que en tierras y víctimas el Gobierno tendrá que enfrentar a poderosos y temibles enemigos, en realidad sabe muy bien que para hacerlo cuenta con los instrumentos de la institucionalidad democrática. El carácter ilegal que soporta la titularidad de las tierras arrebatadas a campesinos y pequeños propietarios va a limitar la capacidad de quienes quieran bloquear esas políticas. Y el Gobierno parece preparado para enfrentar a esas fuerzas oscuras.

Por esa razón, cada vez más adquiere importancia la redefinición de la política de seguridad y defensa nacional. La decisión de buscar mayor coordinación gubernamental, mediante la creación del Consejo Nacional de Seguridad Nacional y del cargo de Alto Consejero para la Convivencia Ciudadana, revela bien la disposición del Gobierno para sacar adelante sus políticas. Una mayor coordinación le va a permitir al Ministerio de Defensa entrar a acompañar a las demás entidades del Estado en el logro de sus objetivos. Sobre todo en aquellos casos en los que, como en la política de tierras, se necesita que haya seguridad para los que regresan a los predios de los que ayer fueron desalojados por la fuerza.

Sin embargo, estos cambios no son suficientes. La política de seguridad necesita una reorientación de fondo. En primer lugar, es necesario sacar la política del objetivo reducido del combate a las Farc, para ponerla en una perspectiva más amplia de garantizar la seguridad y defensa de la nación. Y eso supone una deliberación fuerte en torno a la necesidad de definir cuáles son los intereses nacionales que se deben preservar y las amenazas que se deben enfrentar.

Es evidente que las Farc amenazan la institucionalidad democrática, pero no es la única. El combate a las guerrillas debe hacer parte de un objetivo más amplio que es la erradicación de los grupos armados ilegales. El país ya ha visto, cómo luego de 8 años de esfuerzos institucionales y fiscales (que les han permitido a las Fuerzas Armadas y de Policía un gasto superior a los 6.500 millones de dólares al año, para sostener más de 420.000 hombres y mujeres en armas), los grupos armados ilegales mantienen su capacidad de desestabilización y en las ciudades se deterioran los indicadores de seguridad y convivencia ciudadana. Ya debemos estar cerca de los 90.000 individuos armados ilegales que se han desmovilizado o han sido dados de baja, pero la magnitud de la inseguridad en la ciudad y en el campo no se reduce.

El otro asunto que se debe considerar a fondo es la adscripción institucional que debe tener la Policía Nacional. Colombia es uno de los pocos países del mundo en donde la policía está en el Ministerio de Defensa y no de Interior (como debería ser). Esta situación, además de desvirtuar la naturaleza civil del cuerpo policial, lo involucra en tareas que van más allá de su misión institucional. Los policías son civiles armados que, sólo en casos extremos, asumen funciones militares. Y aquí esa es la cotidianidad de un policia.

Recuperar el concepto de convivencia ciudadana como un componente clave de la política de seguridad, como lo está haciendo el Gobierno, implica entender la seguridad ciudadana como esa garantía que le da el Estado al ciudadano, para que ejerza sus derechos con el mínimo posible de restricciones a sus libertades. Y eso supone un cambio sustancial: cerrar el paso al militarismo, para permitir el restablecimiento de los principios de civilidad como eje rector de la política de seguridad.

Aquí el Gobierno deberá estar todavía más preparado. Pues no se trata de una redefinición que vaya a estar exenta de poderosos y temibles enemigos.

Pedro Medellín Torres