Impunidad selectiva

Me atropellaron, cuando salía de una misa, voces enfurecidas que sostenían que “el Gobierno está vendido a las Farc”, que “los cabecillas serán congresistas”, y que “estamos condenados a soportar la impunidad total”.


Inmediatamente, en asociación de ideas automática, visualicé la estatua en Bogotá de Laureano Gómez; las fotos de periódicos mostrando campesinos degollados con el “corte de franela”; las imágenes de patriarca romano, con su cabeza plateada, de Mariano Ospina Pérez; los “pájaros” del Valle del Cauca, recordados como respetables jefes políticos. En fin.

No ahondo más para no ser cómplice de agitar la polarización extrema e irracional que vivimos actualmente, ad portas de negociar al fin un acuerdo de paz para iniciar el arduo sendero del posconflicto, o seguir en esta salvaje sed de sangre con más muertos campesinos, en un país donde las fosas comunes no dan abasto, donde cada día aparecen más “desaparecidos” en potreros, donde los ríos ya están cansados de arrastrar cadáveres hinchados.

Como afirma el jurista español Enrique Santiago, quien ayudó a Baltasar Garzón en la captura de Augusto Pinochet , “los máximos responsables no son los que han empuñado las armas”.

¿Dónde están los nombres de los ganaderos, empresarios y políticos que financiaron el paramilitarismo y son responsables de atroces crímenes de lesa humanidad?

Los que han puesto la mayoría de los muertos son los soldados del Ejército, las víctimas de minas, bombardeos, acosos, las mujeres violadas y los niños sacrificados. Y por el otro lado hay campesinos reclutados, guerrilleros a la fuerza porque no tienen otro medio de supervivencia, muchísimos de ellos sin tener claro quién es el “enemigo”, víctimas de ideologías caducas y convertidos de la noche a la mañana en “asesinos” sin redención.

El Ejército colombiano ha combatido con valor y sacrificado muchas vidas de jóvenes. También ha dado de baja a importantes cabecillas de la insurgencia. Este es el conflicto armado que tenemos que parar. Curiosamente, los políticos tras bambalinas, los jefes de esta orquesta sangrienta, como no se han ido para el monte, siempre han jugado, no solamente a pasar de agache, sino a perpetuarse como próceres.

Los muertos los pone el pueblo: los pobres, los que jamás salen en los periódicos, ni siquiera cuando sus cuerpos flotan río abajo. Tampoco salen en las página sociales los soldados o policías amputados, ni los adolescentes asesinados por los falsos positivos. Ellos son “los muertos”. Nada más.

Ni generales, ni comandantes, ni senadores, ni expresidentes van al combate. No se puede exigir, en un acuerdo de paz, que sólo una parte de los actores de este conflicto armado chupe cárcel, mientras los otros siguen devengando sumas astronómicas, gobernando o ejerciendo poder tras los tronos, amparados, ellos sí, en una impunidad total.

En Colombia, desde la época colonial hasta la actualidad, somos responsables del desangramiento nacional. No existen buenos ni malos. Es la perversa política de un país que se quedó estancado en el feudalismo y la inequidad.

A ver si todos reconocemos estar untados. Es la única forma de llegar a la reconciliación.

Posdata. Estoy de acuerdo con Santiago: “creer que la única sanción es una cárcel es un concepto medieval”.

Aura Lucía Mera | Elespectador.com