Flores y espinas de Francisco

No podían creerlo. Ochocientas religiosas venidas de 75 países a congratularse con el nuevo Pontífice que se estrenaba en el espectáculo de la humildad, lo oyeron tronar en pleno Vaticano contra monjas norteamericanas inconformes con la jerarquía masculina de Roma y su pensar.


“¡Solteronas!” —les habría espetado Francisco el Bueno—; tan embebidas en el trabajo social con los pobres, a estas feministas no les quedaría energía para fustigar el aborto, la homosexualidad, el sacerdocio femenino. Remató instándolas a comportarse como madres espirituales y a obedecer a sus superiores, los obispos.

Escena desapacible que siembra dudas sobre la sinceridad de sus gestos de caridad en el Brasil. Parecerían ellos reinvención de la vetusta Propaganda Fide (propagación de la fe) potenciada al infinito por los modernos medios de comunicación de masas, concesión de indulgencias comprendida por twitter. Pero no se adivina vuelco en la doctrina ni en el sistema de poder de la Iglesia, fuentes de su crisis letal. Mientras Francisco no reúna un Concilio de la envergadura teológica y política del Vaticano II de Juan XXIII, su “Iglesia pobre para los pobres” será pompa de jabón. Más aún si la jerarquía de Roma insiste en conspirar contra derechos incorporados a la ciudadanía de nuestros días: aborto, matrimonio entre homosexuales, eutanasia, matrimonio de sacerdotes. Sobre ordenación de mujeres declaró: “No. Lo dijo Juan Pablo II, con una formulación definitiva. Esa puerta está cerrada”. Cerrada también la del matrimonio gay. Echando por el camino del absurdo, el papa les propone a los jóvenes el ideal del cristiano “revolucionario”: contraer matrimonio católico.

Cecilia Rodríguez reconstruye con creces el conflicto entre Vaticano y monjas estadounidenses (El Tiempo, 6, 18). Éste se remonta al pontificado de Benedicto, cuya Santa Inquisición (hoy Congregación para la Doctrina de la Fe) concluyó que muchas de las 45 mil monjas que integran el movimiento en ese país luchan “por causas feministas radicales incompatibles con la fe católica”. Ahora las acusa Francisco de rebelión y las conmina a obediencia. Se precipitaron protestas y plantones de las comunidades protegidas por estas monjas. El Congreso de Estados Unidos emitió resolución de apoyo a su trabajo. Líder de la rebelión, la teóloga Laurie Brink es blanco de cardenales que la señalan como “fuente de escándalo”. Ella responde acusándolos de reciclar curas pedófilos entre parroquias. Ya el Vaticano había censurado el libro de la hermana Farney, catedrática de Yale, por violentar los preceptos de la Iglesia que condenan el sacerdocio femenino, la homosexualidad y la contracepción. La ofensiva de estas hermanas apunta hoy contra el poder de la misoginia y la caverna en el Vaticano.

Piensan ellas, por demás, que la concepción de mujer en la Iglesia contraviene la enseñanza de Jesús, su vida y obra, en la cual mujeres como la Magdalena desplegaron igual reciedumbre que los apóstoles. Pero siglos de oscuridad vinieron a ensañarse en ella, bruja maldecida desde el origen de los tiempos, no obstante que algún concilio del siglo XV reconociera —¡por mayoría de votos!— que la mujer tenía alma. Las estructuras de la Iglesia se volvieron patriarcales y obraron a su vez como legitimación cristiana de la sociedad patriarcal.

Si a tal anclaje se suma el improbable viraje de Roma hacia un compromiso cierto con los desheredados, las estridencias de este papa se reducirán a eso: a ruido, a gesto sin trascendencia histórica. No tocarán el caduco trono del papado ni sus dogmas, así presuma Francisco sentarse en él a desgana. Serán las suyas flores de un día sacrificadas a sus espinas.

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